CAPÍTULO LV
Solución de las razones expuestas antes, contra la conveniencia de la encarnación
No es difícil solucionar cuanto se expuso anteriormente (c. 53) contra esto.
Pues no es contra el orden de las cosas que Dios se haga hombre, según afirmaba la primera razón. Porque, aun cuando la naturaleza divina exceda a la humana infinitamente, sin embargo, el hombre, según el orden de su naturaleza, tiene a Dios por fin y nació para unirse a él por el entendimiento; de cuya unión fue un ejemplo y testimonio la unión de Dios al hombre en la persona, conservada, no obstante, la propiedad de ambas naturalezas, para que nada faltase a la excelencia de la naturaleza divina y la naturaleza humana no rebasara por una elevación los límites de su especie.
Se ha de considerar, además, que por la perfección y la inmutabilidad de la divina bondad nada pierde Dios de su dignidad si alguna criatura se aproxima a Él, aunque esto acreciente a la criatura. Porque Dios comunica su bondad a las mismas criaturas de tal forma que por esto El no sufre detrimento alguno.
Igualmente, aunque para cumplir todo baste la voluntad de Dios, sin embargo, la sabiduría divina exige que Dios provea a cada una de las cosas según su conveniencia, pues a cada una de las cosas las dotó convenientemente de causas propias. Por eso, aunque Dios con su sola voluntad pudiera realizar en el género humano todas las utilidades que decimos provienen de la encarnación de Dios, como proponía la segunda razón, no obstante, convenía a la naturaleza humana que estas mismas utilidades fueran traídas por Dios hecho hombre, como puede verse de algún modo por las razones aducidas (capítulo prec.).
También es clara la respuesta a la tercera razón. Pues, estando el hombre constituido de naturaleza espiritual y corporal, como cierto “confín” (cf. 1. 2, c. 68), y teniendo ambas naturalezas, lo que se haga por la salvación del hombre pertenece, al parecer, a todo lo creado. Porque las criaturas corporales inferiores parecen ceder en provecho del hombre y estar en cierto modo sujetas a él. Mas la criatura espiritual superior, esto es, la angélica, tiene de común con gel hombre la consecución del último fin, como se ve por lo dicho (l. 3, p. 25). Y así parece conveniente que la causa universal de todas las cosas asumiera en unidad de persona aquella criatura en la que más podría comunicar con todas las criaturas.
Se ha de considerar también que sólo a la criatura racional le conviene obrar por sí misma, pues as criaturas irracionales más bien que obrar por sí mismas, son actuadas por el impulso natural. Por eso son consideradas más como causas instrumentales que como agentes principales. Y fue conveniente que Dios asumiera la criatura que pudiese obrar como agente principal. Pues las cosas que obran como instrumento obran en cuanto son movidas para obrar; sin embargo, el agente principal obra por sí mismo. Porque en el caso de que una criatura irracional hubiera de hacer algo divinamente, bastaría sólo que, en conformidad con su propia condición, fuera movida por Dios, y no que fuese asumida en persona para que obrara por sí misma, porque esto, que es privativo de la naturaleza racional, rebasa el límite de su natural condición. Luego no fue conveniente que Dios asumiera la naturaleza irracional, sino la racional, bien la angélica o bien la humana.
Y aunque la naturaleza angélica, según sus propiedades naturales, sea más excelente que la humana, como proponía la cuarta razón, sin embargo, más convenientemente fue asumida la humana. En primer lugar, porque en el hombre el pecado puede ser expiable, en cuanto que su elección no se dirige inmutablemente al objeto, puesto que del bien puede volverse al mal y del mal al bien; como acontece también con la razón humana, que, como extrae la verdad de las cosas sensibles y por ciertos signos, tiene el camino expedito para los dos extremos opuestos. Sin embargo, el ángel, como tiene una aprehensión inmóvil, porque por simple inteligencia conoce inmutablemente, tiene también idéntica elección; por eso, o no se inclina absolutamente al mal o, si se inclina, hácelo inmutablemente; por lo tanto, su pecado no puede ser expiable. Luego, siendo la causa principal de la divina encarnación a expiación de los pecados, según enseñan las Sagradas Escrituras, fue más conveniente que Dios asumiera la naturaleza humana y no la angélica. En segundo lugar, como la asunción de la criatura por Dios es en la persona y no en la naturaleza, según consta por lo dicho (cc. 39, 41), fue, pues, conveniente que asumiera a naturaleza humana y no la angélica; porque en el hombre se distinguen la naturaleza y la persona, pues está compuesto de materia y forma; pero en el ángel no, porque es inmaterial. En tercer lugar, como el ángel estaba por su condición natural más cerca para conocer a Dios que el hombre, cuyo conocimiento nace de los sentidos, le hubiera bastado con ser instruido por Dios inteligiblemente acerca de la verdad divina. Mas la condición del hombre requería que Dios le instruyera sensiblemente sobre su propia humanidad. Lo que se verificó por la encarnación. Incluso la misma distancia entre el hombre y Dios parecía impedir más el goce de lo divino. En consecuencia, más necesidad tuvo el hombre que el ángel de ser asumido por Dios, para confirmarse en la esperanza de la felicidad eterna. Además, como el hombre es el término de las criaturas, tal como si todas ellas le precediesen en el orden de la generación natural, únese convenientemente al primer principio universal como cerrando el círculo de la perfección de todas las cosas.
El hecho de que Dios asumiese la naturaleza humana no es ocasión de error, según proponía la quinta razón. Porque, como ya dijimos, la asunción de la humanidad fue hecha en la unidad de persona y no en la unidad de naturaleza; y decimos no en la unidad de naturaleza, para no vernos precisados a pensar con quienes afirmaron que Dios no fue exaltado sobre todas las cosas, diciendo que era el alma del mundo o cosa parecida.
Y, aunque hayan nacido algunos errores en torno a la encarnación, como objetaba la sexta razón, sin embargo, está claro que muchos más fueron destruidos después de ella. Pues, así como de la creación de las cosas, procedente de la bondad divina, se siguieron algunos males debidos a la condición de las criaturas, que son falibles, así también no es de admirar si, habiéndose manifestado la Verdad divina, hayan nacido algunos errores por defecto de la mente humana. Sin embargo, tales errores sirvieron de estímulo a los fieles para buscar y entender más diligentemente la verdad de lo divino, tal cual sucede con los males que sobrevienen a las criaturas, los cuales son ordenados por Dios para algún bien.
Todo bien creado, comparado con la bondad divina, es un bien exiguo; sin embargo, como en las cosas creadas nada puede ser mayor que la salvación de la criatura racional, que consiste en el goce de la misma bondad divina, síguese que la encarnación divina, mediante la cual se consiguió la salvación humana, fue de gran utilidad para el mundo, contra lo objetado por la razón séptima. Mas, por el hecho de la encarnación divina, no fue necesario que todos los hombres se salvaran, sino solamente aquellos que por la fe y los sacramentos de la fe se unieran a dicha encarnación. En efecto, la virtud de la encarnación divina es suficiente para salvar a todos los hombres; pero que de hecho no se salven todos obedece a su falta de disposición, al no querer recibir en si el fruto de la encarnación, no adhiriéndose por la fe y el amor al Dios encarnado. Porque no había de quitárseles la libertad de albedrío, por la cual pueden unirse o no al Dios encarnado, para que el bien del hombre no sufriera coacción y por ésta no fuera capaz de mérito ni de alabanza.
Además, la encarnación de Dios fue manifestada a dos hombres con indicios suficientes. Pues la divinidad de ningún modo puede manifestarse más /convenientemente que por aquellas cosas que son propias de Dios. Y propio de Dios es que pueda cambiar las leyes de la naturaleza, haciendo algo que exceda a la misma, de la cual es autor. Por consiguiente, convenientísimamente se prueba que algo es divino por las obras que se realizan fuera del alcance de las leyes de la naturaleza, como que los ciegos vean, los leprosos se curen, los muertos resuciten. Y Cristo realizó semejantes obras. Por eso Él demostró su divinidad a quienes buscaban estas obras, preguntándole: “¿Eres tú el que viene o hemos de esperar a otro?”, y les dijo: “Los ciegos ven, los cojos andan y los sordos oyen”. No era, pues, necesario crear otro mundo, pues ni da naturaleza de la sabiduría divina mi la de las cosas exigían esto. Mas si se dijere, según proponía la razón octava, que estos mismos milagros fueron hechos también por otros, según se lee, sin embargo se ha de tener en cuenta que Cristo los realizó mucho más divina y diferentemente que los otros. Pues algunos se lee que los hicieron orando; Cristo, mandando, como por propia virtud. Y no sólo hizo éstos, sino que concedió también a otros el poder para hacer los mismos y otros mayores, que hicieron con sólo invocar el nombre de Cristo. Y Cristo no hizo milagros corporales solamente, sino también espirituales, que son mucho mayores; a saber: por Cristo y por la invocación de su nombre les fue dado el Espíritu Santo, por quien se encendieron los corazones en el afecto de la caridad divina, y las mentes aprendieron repentinamente la ciencia de las cosas divinas, y las lenguas de los sencillos se tornaron hábiles para proponer la verdad divina a los hombres. Y estas obras, que ningún simple hombre pudo hacer, son claro indicio de la divinidad de Cristo. Por eso dice el Apóstol que la salud de los hombres, “habiendo comenzado a ser promulgada por el Señor, fue entre nosotros confirmada por los que le oyeron. Atestiguándola Dios con señales, prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu Santo, conforme a su voluntad”.
Dado el caso de que la encarnación de Dios fuera necesaria para a salvación del género humano, no fue conveniente que Dios se encarnara desde el principio del mundo, como argüía la novena razón. En primer lugar, porque convenía que por el Dios encarnado se prestara a los hombres la medicina contra los pecados, como quedó establecido antes (c. prec.). Pero a nadie se le ofrece convenientemente la medicina contra el pecado si antes no reconoce su propio defecto, para que así, abandonando la presunción, ponga el hombre humildemente su esperanza en Dios, que es el único que puede sanar el pecado, como antes se declaró (c. prec. y 1. 3, c. 157). Y dícese esto porque el hombre podía confiar presuntuosamente en su propia ciencia y en su propio poder. Por esto hubo de ser abandonado por algún tiempo a su propia suerte, para que experimentase que no se bastaba a sí mismo para recobrar la salud: ni por la ciencia natural, porque antes del tiempo de la ley escrita el hombre faltó a la ley de la naturaleza, ni tampoco por su propio poder, porque, habiéndosele dado el conocimiento del pecado por la ley, aun pecó por flaqueza. Y así fue preciso que, finalmente, se diese al hombre, que no presumía de ciencia ni de poder, un auxilio eficaz contra el pecado por la encarnación de Cristo, a saber, la gracia de Cristo, que le instruyera en las cosas dudosas, para que no fallase al conocer, y le fortaleciera contra el asalto de las tentaciones, para que no cayese por flaqueza. Así, pues, sucedió que fuesen tres los estados del género humano: el primero, antes de la ley; el segundo, bajo la ley, y el tercero, bajo la gracia. Por otra parte, Dios encarnado había de dar a los hombres preceptos y enseñanzas perfectas. Pero a naturaleza humana, dada su condición, requiere no ser llevada instantáneamente a lo perfecto, antes bien, ha de ser conducida de la mano, a través de lo imperfecto, hasta llegar a la perfección, como vemos en la instrucción de los niños, quienes primeramente se instruyen en las cosas pequeñas, por no ser capaces de captar en un principio as cosas perfectas. Del mismo modo, si a una muchedumbre se le proponen cosas inauditas y grandes, de no estar acostumbrada de antemano a considerar cosas menores, no las entiende al instante. Así, pues, fue preciso que el género humano fuera en un principio enseñado sobre lo que concierne a la salvación con algunas fáciles y pequeñas enseñanzas por medio de los patriarcas, la ley y los profetas; hasta que, llegada la plenitud de los tiempos, se diese a conocer en la tierra la perfecta doctrina de Cristo, según lo que dice el Apóstol: “Mas, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo a la tierra”; y también: “La ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo…, pero ya no estamos bajo el ayo”. Al mismo tiempo, se ha de considerar que, así como conviene que la llegada de algún rey vaya precedida de algunos nuncios, para que los súbditos se dispongan a recibirlo reverentemente, así convino que precedieran muchas cosas a la venida de Dios a la tierra, para que los hombres estuvieran preparados a recibir al Dios encarnado. Como así sucedió, cuando las inteligencias de los hombres quedaron, por las promesas y enseñanzas precedentes, en disposición de creer más fácilmente a aquel que previamente había sido anunciado y de recibirle con mayor deseo a causa de las promesas anticipadas.
Y, aunque la venida del Dios encarnado al mundo hubiera sido lo más necesario para salvar al hombre, sin embargo, no fue necesario que habitase entre los hombres hasta el fin del mundo, como proponía la razón décima. Pues esto hubiera sido en desdoro de la reverencia que los hombres debían dar al Dios encarnado, porque, viéndole vestido de carne semejante a la suya, no le tendrían en mayor aprecio que a los otros. Y por eso, cuando desapareció de entre los hombres, después de las cosas admirables que hizo en la tierra, comenzaron a reverenciarle más. Por la misma razón, tampoco dio a sus discípulos la plenitud de su Espíritu mientras habitó con ellos, como si su ausencia sirviérales para disponer mejor sus ánimos a la recepción de los dones espirituales. Por lo cual El mismo les decía: “Porque si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré”.
Además, no fue preciso que Dios asumiera carne impasible e inmortal, según aducía a razón undécima, sino más bien pasible y mortal. En primer lugar, porque era en verdad necesario que los hombres conocieran el beneficio de la encarnación y así se inflamaran en el amor divino. Pues fue preciso, para manifestar la verdad de la encarnación, que tomara carne semejante a la humana, es decir, pasible y mortal. Porque, si hubiera asumido carne impasible e inmortal, les hubiese parecido a los hombres, que tal carne no conocían, un fantasma y no una verdadera encarnación. En segundo lugar, porque fue necesario que Dios asumiese la carne para satisfacer por el pecado del género humano. Pues sucede que uno satisface por otro, como se demostró (l. 3, c. 158), cuando asume voluntariamente el castigo que no merece, en lugar de aquel que lo merecía por su pecado. Mas el castigo consiguiente al pecado del género humano es la muerte y otros sufrimientos de la vida presente, como se ha dicho (c. 50). Por eso dice el Apóstol: “Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte”. Luego fue preciso que Dios asumiese carne pasible y mortal sin pecado para que así, padeciendo y muriendo, satisfaciese por nosotros y nos quitara el pecado. Y esto es lo que enseña el Apóstol: “Enviando Dios a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado”, es decir, teniendo carne semejante a los pecadores, a saber, pasible y mortal; y añade: “Por el pecado castigó al pecado en la carne”, es decir, para que quitase en nosotros el pecado por el castigo que sufrió en la carne por nuestro pecado. En tercer lugar, por tener carne pasible y mortal, nos dio ejemplos más eficaces de virtud, superando virilmente las pasiones de la carne y usando de ellas virtuosamente. En cuarto lugar, porque, pasando El del estado de carne pasible y mortal a la impasibilidad e inmortalidad de la carne, más nos animamos a esperar en la propia inmortalidad los que conllevamos la carne pasible y mortal. Pues, si en un principio hubiera asumido carne impasible e inmortal, no se les ofrecería ocasión de esperar la inmortalidad a quienes experimentan en sí mismos a mortalidad y la corruptibilidad. Además, el oficio de mediador requería que tuviese de común con nosotros la carne pasible y mortal, y con Dios el poder y la gloria, para que, librándonos de lo que tenía de común con nosotros, o sea, el sufrir y la muerte, nos condujera a lo que era común a Él y a Dios. Pues fue mediador para unirnos a Dios.
Igualmente, tampoco fue conveniente que el Dios encarnado llevara en este mundo una vida opulenta o sobresaliente en honras y dignidades, como concluía el argumento duodécimo. En primer lugar, porque había venido para alejar al espíritu humano de las cosas terrenas y elevarlo a lo divino. Por eso fue preciso que, para mover a los hombres con su ejemplo al desprecio de las riquezas y de cuantas cosas desean los mundanos, llevase vida necesitada y pobre en este mundo. En segundo lugar, porque, si hubiese tenido abundantes riquezas y desempeñado el más alto cargo, lo que hizo divinamente como Dios se hubiese atribuido a su poder mundano. Por eso fue una prueba contundente de su divinidad el que, sin el apoyo del poder secular, mejorara totalmente al mundo.
Esto evidencia también cuál sea la solución que se ha de dar a lo que se objetaba en el argumento decimotercero.
Y no está, lejos de lo verosímil que el Hijo de Dios, encarnado, obedeciendo al precepto del Padre, sufrió la muerte, según enseña el Apóstol. Pues los preceptos que Dios impone a los hombres son sobre obras virtuosas, y cuanto más perfectamente realiza uno un acto virtuoso, tanto más obedece a Dios. Ahora bien, la caridad es la principal virtud, pues todas guardan relación con ella. Luego Cristo, al realizar un acto perfectísimo de caridad, fue el más obediente a Dios; porque no hay acto más perfecto de caridad que el soportar un hombre la muerte por amor de otro, como dice el mismo Señor: “Nadie tiene mayor amor que este de dar la vida por sus enemigos”. Así, pues, tenemos que Cristo, sufriendo la muerte por la salvación de los hombres y para gloria de Dios Padre, fue el más obediente a Dios, realizando un acto perfecto de caridad. Y esto no es contrario a su divinidad, como afirmaba la razón decimocuarta. Pues la unión en la persona se hizo de tal manera que permaneciera lo propio de ambas naturalezas, o sea, la divina y la humana, como antes (c. 41) sostuvimos. Y por eso, padeciendo Cristo la muerte y cuanto pertenece a la humanidad, su divinidad permaneció impasible, aunque, en atención a la unidad de persona, digamos que Dios padeció y murió. Puede servirnos de ejemplo lo que observamos en nosotros mismos: que, muriendo la carne, el alma permanece inmortal.
Se ha de saber, además, que, aunque Dios no quiera la muerte de los hombres, como aseguraba la razón decimoquinta, quiere, sin embargo, la virtud, por la cual el hombre sufre con valentía la muerte y se expone a sufrirla por caridad. Y así fue voluntad de Dios que Cristo muriera, en cuanto que Cristo soportó la muerte por caridad y la sufrió con fortaleza.
Esto manifiesta que no fue impío ni cruel que Dios Padre quisiera la muerte de Cristo, como concluía la razón decimosexta. Pues no le obligó a la fuerza, sino que se complació en que Cristo aceptase voluntariamente la muerte por amor; amor que El mismo obró en su alma.
Igualmente, tampoco hay inconveniente en decir que Cristo quiso padecer muerte de cruz para enseñar la humildad. Porque, ciertamente, en Dios no cabe humildad, como proponía la decimoséptima razón; pues la virtud de la humildad consiste en mantenerse dentro de los propios términos, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior; se ve, pues, que la humildad no puede convenir a Dios, que no tiene superior, por estar El mismo sobre todas las cosas. Pero, si uno se somete temporalmente por humildad al igual o al inferior, esto es porque juzga en algún sentido como superior a quien, en absoluto, es igual o inferior a él. Luego, aunque la virtud de la humildad no convenga a Cristo según su naturaleza divina, le pertenece, sin embargo, según su naturaleza humana, haciéndose dicha humildad más laudable por su divinidad; pues la dignidad de la persona engrandece a alabanza de la humildad, como sucede cuando algún magnate se ve por cierta necesidad en trance de padecer bajezas. Mas en el hombre no puede haber dignidad más alta que la de ser Dios. Por eso, la humildad del Hombre‑Dios es la más gran, de humildad, pues soportó las bajezas que convenía padeciera para salvar a los hombres. Porque los hombres, inducidos por la soberbia, eran amadores de la gloria mundana. Así, pues, para que la afición humana de amar la gloria mundana se trocara en amor de la gloria divina, quiso padecer la muerte, no una cualquiera, sino la más afrentosa. Pues hay quienes, no temiendo la muerte, aborrecen una muerte vil. Y así, para despreciar también ésta, el Señor animó a los hombres con el ejemplo de su muerte.
Y aunque los hombres hubieran podido ser informados sobre la humildad, instruidos por las enseñanzas divinas, como decía el argumento decimoctavo, sin embargo, Mueven más a obrar los hechos que las palabras, y tanto más eficazmente mueven cuanto más cierta es la opinión que se tiene de la bondad de quien obra de tal modo. Por lo cual, aunque se hallasen muchos ejemplos de humildad en otros hombres, no obstante, fue convenientísimo que fueran impulsados a ello por el ejemplo del Dios‑Hombre, quien sabemos que no pudo errar y cuya humildad es tanto más admirable cuanto más sublime es su majestad.
Se ve, pues, por lo dicho, que fue preciso que Cristo padeciera la muerte, no sólo para dar ejemplo de desprecio a la muerte por amor de la verdad, sino también para purgar los pecados de los demás. Lo que en efecto sucedió cuando Él, que no tenía pecado, quiso padecer la muerte debida al pecado para que, satisfaciendo por los demás, recibiera en sí el castigo que los otros debían. Y aunque sólo la gracia de Dios baste para perdonar los pecados, como afirmaba la razón decimonona, sin embargo, para la remisión del pecado se exige también algo de parte de aquel a quien el pecado se perdona, o sea, que satisfaga a quien ofendió. Y, no pudiéndolo hacer los demás por sí mismos, hízolo Cristo por todos, padeciendo por caridad la muerte voluntaria.
Y aunque para castigar los pecados convenga castigar a quien pecó, como proponía la vigésima razón, no obstante, para satisfacer puede uno padecer la pena de otro. Porque, cuando se impone el castigo por el pecado, se calcula la iniquidad del reo; sin embargo, en la satisfacción, cuando uno para aplacar a quien ofendió asume voluntariamente el castigo, se tiene en cuenta la caridad y benevolencia de quien satisface, que se manifiesta principalmente cuando alguien asume el castigo por otro. Y así Dios acepta la satisfacción de uno por otro, como en el libro tercero (c. 158) se demostró.
Pero ningún simple hombre podía satisfacer por todo el género humano, como quedó demostrado antes (capítulo prec.); ni bastaba tampoco un ángel, como proponía la razón vigésima primera. Pues el ángel, aunque en ciertas propiedades naturales sea más noble que el hombre, no obstante, respecto a la participación de la bienaventuranza, a la cual debía ser ordenado por la satisfacción, es igual a él. Y, además, no se restauraría plenamente la dignidad del hombre si éste quedaba en deuda con el ángel que satisfacía por él.
Se ha de saber también que la muerte de Cristo tuvo virtud para satisfacer por su caridad, por la que padeció voluntariamente la muerte, y no por la iniquidad de quienes le mataban, que pecaron matándole; pues un pecado no se borra con otro pecado, como aseguraba la vigésima segunda razón.
Y, aunque la muerte de Cristo hubiera sido satisfactoria por el pecado, sin embargo, no fue preciso que Él muriera tantas veces cuantas los hombres pecan, como concluía la razón vigésima tercera. Porque la muerte de Cristo fue suficiente para expiar los pecados de todos, tanto por su gran caridad, por la que padeció la muerte, como por la dignidad de la persona que satisfacía, que fue Dios y hombre. Pues vemos que, incluso entre los hombres, cuanto más noble es la persona, tanto se tiene en mas el castigo que sufre, bien se mire la humildad y caridad de quien padece o bien la culpa del pecador.
La muerte de Cristo fue suficiente para satisfacer por el pecado de todo el género humano. Porque, aunque según la naturaleza humana sólo murió, como proponía la razón vigésima cuarta, no obstante, por la dignidad personal del paciente, que es la persona del Hijo de Dios, su muerte es de gran estima. Porque, como ya dijimos (cf. 1. 3, c. 158), así como es más criminal la injuria que se infiere a una persona cuando ésta tiene mayor dignidad, así también es más virtuoso y demuestra mayor caridad que la persona más noble se someta a sufrir voluntariamente por los otros.
Y aunque Cristo satisficiera suficientemente con su muerte por el pecado original, sin embargo, no hay inconveniente en que permanezcan todavía las penalidades resultantes de dicho pecado en todos cuantos son partícipes de la redención de Cristo, como decía la vigésima quinta razón. Porque fue dispuesto por conveniencia y utilidad que permaneciera la pena después de la abolición de la culpa. En primer lugar, para que entre los fieles y Cristo hubiera semejanza, como la hay entre los miembros y la cabeza. Por eso, así como Cristo padeció por anticipado muchas penalidades para llegar a la gloria de la inmortalidad, así convino también que sus fieles se sometieran por anticipado a los sufrimientos para llegar a la inmortalidad, como adornados con las insignias de la pasión de Cristo, para alcanzar una gloria semejante a la suya, según dice el Apóstol: “También herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él para ser con Los glorificados”. En segundo lugar, porque, si los hombres que acuden a Jesús consiguieran al instante la inmortalidad e impasibilidad, muchos hombres se acercarían a Cristo más bien por estos beneficios corporales que por los bienes espirituales. Lo cual es contra la intención de Cristo, que vino al mundo para que los hombres cambiasen el amor de las cosas terrenas por el de las espirituales. En tercer lugar, porque, si al acercarse a Cristo se convirtieran instantáneamente los hombres en impasibles e inmortales, esto les impulsaría en cierto modo a abrazar la fe de Cristo. Y así disminuiría el mérito de la fe.
Y aunque con su muerte satisficiera suficientemente por los pecados del género humano, como afirmaba la razón vigésima sexta, sin embargo han de buscarse para cada uno los remedios de su propia salvación. Pues la muerte de Cristo es como cierta causa universal de salvación, tal como el pecado del primer hombre fue como una causa universal de condenación. Es preciso, pues, que la causa universal se aplique a cada uno especialmente para que perciba su efecto. Luego el pecado del primer hombre llega a cada uno por derivación de la carne, mas el efecto de la muerte de Cristo llega a cada uno por la regeneración espiritual, que es en cierto modo el medio de unión e incorporación a Cristo. Y, por lo tanto, es preciso que cada cual busque ser regenerado por Cristo y recibir aquellas cosas que producen la virtud de la muerte de Cristo.
Y por esto se ve que el influjo de la salvación de Cristo en los hombres no es por la propagación de la naturaleza, sino por el deseo de buena voluntad con que el hombre se une a Cristo. Y así lo que cada uno consigue de Cristo es un bien personal. De ahí que no se transmita a los descendientes como el pecado del primer padre, que se produce por la propagación de la naturaleza. Y de esto se sigue que, aunque los padres hayan sido purificados del pecado original por Cristo, esto no impide, sin embargo, que sus hijos nazcan con pecado original y necesiten de los sacramentos de salvación, como concluía la razón vigésima séptima.
Así, pues, todo lo dicho manifiesta de alguna manera que cuanto enseña la fe católica acerca del misterio de la encarnación no aparece ni como imposible ni tampoco como inconveniente.
Si encuentras un error, por favor selecciona el texto y pulsa Shift + Enter o haz click aquí para informarnos.