CAPÍTULO LIV: Fue conveniente que Dios se encarnase

CAPÍTULO LIV

Fue conveniente que Dios se encarnase

Quien devota y diligentemente considere los misterios de la encarnación, hallará en ellos una sabiduría tan profunda, que excede todo conocimiento humano, según el dicho del Apóstol: “Lo que en Dios parece ignorancia es para los hombres gran sabiduría”. De donde se sigue que a quien devotamente lo considera se le manifiestan razones cada vez más admirables.

Por lo tanto, lo primero que se ha de tener en cuenta es que la encarnación de Dios fue para el hombre que tiende a la bienaventuranza un auxilio muy eficaz. Pues ya se probó en el libro tercero (c. 48 ss.) que la bienaventuranza perfecta consiste en la visión inmediata de Dios. Sin embargo, podría parecerle a alguno que el hombre no puede alcanzar jamás este estado en que la mente humana se une inmediatamente, como el entendimiento a su inteligible, a la esencia divina, por la inmensa distancia que hay de naturalezas; resultando de esto que el hombre se entibiaría en la búsqueda de la bienaventuranza, frenado por la misma desesperación. Pero Dios, por el hecho de /haber querido asumir voluntariamente y en persona la naturaleza humana, demostró de la manera más evidente que el hombre puede unirse a Él con el entendimiento y verle inmediatamente. Luego fue convenientísimo que Dios asumiera la naturaleza humana para cimentar nuestra esperanza en la bienaventuranza. Por eso, después de la encarnación de Cristo, los hombres ansiaron más la bienaventuranza celestial, en conformidad con lo que dice San Juan: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan más abundante”.

Y, al mismo tiempo, desaparecen los obstáculos que impiden al hombre la posesión de la bienaventuranza. Porque, como la perfecta bienaventuranza del hombre consiste en el gozo exclusivo de Dios, según probamos anteriormente (l. 3, 1. c.), es necesario que quien se une a las cosas inferiores a Dios, como a su fin, se vea impedido de participar la bienaventuranza. Y que el hombre se sienta inclinado a unirse a las cosas inferiores a Dios, tomándolas como fin, es por ignorar la dignidad de su propia naturaleza. De ello resulta que algunos, al considerarse como sola naturaleza corpórea y sensitiva, que es lo que tienen de común con los demás animales, busquen una bienaventuranza propia de bestias en las cosas corporales y en los placeres sensibles. Otros, en cambio, al ver que algunas criaturas son superiores al hombre en ciertos aspectos, se dieron a su culto, adorando el mundo y sus partes, por la magnitud de su cantidad y por su larga duración, o a las substancias espirituales, ángeles y demonios, en vista de que superan al hombre tanto en la inmortalidad como en agudeza de entendimiento, creyendo precisamente que la bienaventuranza del hombre se había de buscar en estas cosas superiores a las suyas. No obstante, aunque el hombre sea en ciertos aspectos inferior a algunas criaturas y en otros se asemeje incluso a las más viles, sin embargo, en relación al propio fin, nadie, excepto Dios -en quien consiste la perfecta bienaventuranza humana-, supera al hombre. Esta dignidad del hombre, a saber, que sea bienaventurado por la inmediata visión de Dios, la manifestó El mismo de manera muy conveniente al asumir inmediatamente la naturaleza humana. Luego vemos que, como resultado de la encarnación de Dios, gran parte de los hombres, abandonando el culto a los ángeles, demonios y cualquier otra criatura, y despreciando todos los placeres sensibles, se dedicaron a rendir culto a Dios, en quien cifran únicamente el complemento de la bienaventuranza, según advierte el Apóstol: “Si fuisteis, pues, resucitados con Cristo, buscad as cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba y no en las de la tierra”.

Por otra parte, porque la bienaventuranza perfecta del hombre consiste en un conocimiento tal de Dios que excede el poder de todo entendimiento creado, como se demostró en el libro tercero, fue necesario que hubiera en el hombre cierto anticipo de la misma, que le orientara hacia la plenitud del conocimiento bienaventurado, lo cual se realiza por la fe, como se demostró en el libro tercero. El conocimiento con que el hombre se dirige al último fin ha de ser ciertísimo, por ser principio de cuanto se ordena al último fin; tal como son ciertísimos los primeros principios conocidos naturalmente. Pero no se puede tener conocimiento ciertísimo de una cosa si no es en sí evidente, como lo son los primeros principios de demostración, o si no se reduce a lo que es evidente en sí, como lo es para nosotros a conclusión de la demostración. Mas lo que la fe nos propone acerca de Dios para que lo creamos no puede ser evidente en sí mismo para el hombre, porque excede la facultad del entendimiento humano. Luego fue conveniente que esto se le manifestara al hombre mediante lo que en sí es evidente. Y aunque para todos cuantos ven la esencia divina sea ella en cierto modo evidente en sí misma, no obstante, para tener un conocimiento cierto fue conveniente reducirla al primer principio de dicho conocimiento, es decir, a Dios, quien es evidente en sí mismo y para todos conocido; tal como se obtiene la certeza científica por la resolución a los primeros principios indemostrables. Luego, para que el hombre tuviera un conocimiento ciertísimo de a verdad sobrenatural, fue conveniente que el mismo Dios, hecho hombre, le instruyera y el hombre recibiese la instrucción divina acomodada a su entender. Que es lo que dice San Juan: “A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos le ha dado a conocer”. Y el mismo Señor: “Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”. Lo cual demuestra que, después de la encarnación de Cristo, los hombres están instruidos de un modo más claro y seguro sobre el conocimiento de Dios, según aquello de Isaías: “Llena está la tierra del conocimiento de Yavé”.

Además, como la bienaventuranza perfecta del hombre consiste en la fruición de Dios, convino disponer el afecto del hombre para el deseo de tal gozo, cual vemos que el deseo de da bienaventuranza está naturalmente en el hombre. Ahora bien, el deseo de disfrutar de alguna cosa es causado por el amor de la misma. Por consiguiente, fue necesario que el hombre que tendía a la perfecta bienaventuranza fuese impulsado al amor de Dios. Pero nada nos mueve tanto al amor de una cosa como la experiencia de su recíproco amor. Mas el amor de Dios a los hombres de ningún modo pudo demostrarse más eficazmente que por el hecho de haber querido El unirse al hombre en persona, pues es propio del amor unir al amante con el amado en cuanto es posible. Luego fue necesario para el hombre que tiende a la bienaventuranza perfecta que Dios se hiciera hombre.

Como la amistad consiste en cierta igualdad, parece que no puedan unirse amistosamente las cosas que son muy desiguales. Por consiguiente, para que hubiese una amistad más familiar entre Dios y el hombre, convínole a éste que Dios se hiciera hombre, pues por naturaleza el hombre es amigo del hombre, y así, “conociendo visiblemente a Dios, nos sintiéramos arrebatados al amor de las cosas invisibles”.

Es claro también que la bienaventuranza es el premio de la virtud. Conviene, por lo tanto, que los que tienden a la bienaventuranza se preparen según la virtud. Pero somos impulsados a la virtud con las palabras y el ejemplo. Y los ejemplos y palabras de alguien mueven tanto más a la virtud cuanto más segura es la opinión que tenemos de su bondad, Sin embargo, de un puro hombre jamás se ha podido tener una opinión infalible de su bondad, porque incluso los varones más santos fueron defectuosos en algo. Luego, para consolidar al hombre en la virtud, fueron necesarios a doctrina y los ejemplos de virtud del Dios humanado. Por esto dice el Señor: “Porque yo os he dado ejemplo para que vosotros hagáis como yo he hecho”.

Además, como las virtudes disponen al hombre para la bienaventuranza, los vicios se la impiden. Ahora bien, el pecado, contrario de la virtud, crea un obstáculo a la bienaventuranza no solamente produciendo cierto desorden en el alma al separarla del fin debido, sino también ofendiendo a Dios, de quien se espera el premio de la bienaventuranza, por cuanto Él tiene cuidado de los actos humanos; y el pecado es contrario a la caridad divina, como se demostró plenamente en el libro tercero. Además, el hombre consciente de esta ofensa pierde por el pecado aquella confianza de aproximarse a Dios que es necesaria para conseguir la bienaventuranza. Por consiguiente, es necesario que se aplique al género humano, rebosante de pecados, algún remedio contra ellos. Mas este remedio sólo puede aplicarlo Dios, que puede mover la voluntad humana hacia el bien, reduciéndola al orden debido, y puede perdonar la ofensa cometida contra Él, ya que únicamente el ofendido es quien puede perdonarla. Y para que el hombre se vea exonerado del recuerdo de una ofensa pasada, es preciso que tenga conciencia de que Dios se la perdonó. Pero esto no le puede constar ciertamente si Dios no se lo asegura. Por tanto, fue conveniente y provechoso al género humano, para conseguir a bienaventuranza, que Dios se encarnara, y así consiguiera el perdón de los pecados por Dios y la certeza de este perdón por el Hombre Dios. Por esto dice el mismo Señor: “Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra poder de perdonar los pecados, etc.”; y el Apóstol afirma que “¡cuánto más la sangre de Cristo limpiará nuestra conciencia de as obras muertas, para servir al Dios vivo!”

Enseña, además, la tradición eclesiástica que todo el género humano se contaminó por el pecado. Ahora bien, el orden de la justicia divina exige, como se ve por lo dicho (l. 3, c. 158), que el pecado no sea perdonado por Dios sin satisfacción. Y ningún puro hombre ha podido satisfacer por el pecado de todo el género humano, pues un hombre cualquiera es menos que todo el conjunto de hombres. Luego, para que el género humano se viese exento del pecado común, fue preciso que satisficiese alguien que fuese hombre, a quien correspondiese la satisfacción y que fuese superior al hombre, para que su mérito fuera suficiente a satisfacer por el pecado de todo el género humano. Pero mayor que el hombre, respecto al orden de la bienaventuranza, solamente es Dios, porque los ángeles, aunque sean superiores por su condición natural, no lo son, sin embargo, respecto al orden del fin, porque son bienaventurados por el mismo. Por lo tanto, en atención a que el hombre alcanzara la bienaventuranza, fue necesario que Dios se encarnase para borrar el pecado del género humano. Y esto es lo que dijo Juan Bautista de Cristo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y el Apóstol dice a los romanos: “Así como por el pecado de uno solo fuimos todos condenados, así también por la gracia de uno solo fuimos todos justificados”.

Luego por estas y otras razones parecidas puede comprender cualquiera que la encarnación de Dios convino a la bondad divina y fue utilísima para salvar al hombre.

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