CAPÍTULO LI: Cómo se ve a Dios por esencia

CAPÍTULO LI

Cómo se ve a Dios por esencia

Como es imposible que un deseo natural sea vano, y lo sería si no fuera posible llegar a entender la substancia divina, que es lo que todas las mentes naturalmente desean, es necesario decir que es posible ver por el entendimiento la substancia de Dios, tanto por las substancias separadas como por nosotros.

Y cómo deba ser esta visión se presume suficientemente por lo que llevamos dicho. Pues hemos demostrado (c. 49) que la substancia divina no puede ser vista por el entendimiento mediante una especie creada. Por eso es preciso que el entendimiento la vea a través de la misma esencia de Dios, de modo que en tal visión sea la esencia divina lo que se ve y también el medio de verla.

Como el entendimiento no puede entender substancia alguna sin convertirse previamente en acto por la información de una especie que sea la semejanza de la cosa entendida, pudiera parecerle imposible a alguno que el entendimiento creado pueda ver la substancia misma de Dios como por cierta especie inteligible, puesto que la esencia divina es algo subsistente por sí mismo; y en el libro primero (c. 26 ss.) hemos demostrado que Dios no puede ser forma de nada.

Sin embargo, para comprender esta verdad, se ha de tener en cuenta que la substancia que es por sí misma subsistente es, o solamente forma, o un compuesto de materia y forma. Así, pues, lo que está compuesto de materia y forma no puede ser forma de otro, porque la forma está en él contraída a aquella materia de manera que no puede ser forma ya de otro. No obstante, lo que es de tal modo subsistente que sólo es forma, puede ser forma de otros a condición de que su ser sea tal que pueda ser participado por algún otro, como lo demostrarnos en el libro segundo hablando del alma humana (c. 68). Ahora bien, si su ser no puede ser participado por otro, no podrá ser forma de ninguna cosa; pues por su mismo ser se determina en sí mismo, tal como los seres materiales se determinan por la materia. Y esto que se da en el ser substancial o natural, se ha de tener en cuenta también tratándose del ser inteligente. Pues como la perfección del entendimiento sea lo verdadero, únicamente será considerado como forma en el género de los inteligibles aquel inteligible que es la Verdad misma. Y esto sólo conviene a Dios, porque, como lo verdadero es una consecuencia del ser, aquello será su misma Verdad que sea su mismo ser, lo cual sólo es propio de Dios, según se demostró en el libro segundo (c. 15). Luego los otros inteligibles subsistentes no son formas puras dentro del género de lo inteligible, sino seres que tienen forma en un determinado sujeto, pues cada uno de ellos es verdadero, pero no es la verdad; como es ser, pero no el ser tal. Ahora bien, es claro que la esencia divina puede compararse con el entendimiento creado como una especie inteligible por la que éste entiende; cosa que no puede suceder con ninguna esencia de cualquier otra substancia separada. Sin embargo, no puede ser forma de una cosa en cuanto al ser natural, pues se seguiría que, al juntarse con otro, constituiría una sola naturaleza; lo cual no puede ser, ya que la esencia divina es perfecta en sí naturalmente. Pero la especie inteligible unida al entendimiento no constituye una naturaleza, sino que le perfecciona para entender; lo cual no repugna a la perfección de la esencia divina.

Esta visión inmediata de Dios se nos promete en la Sagrada Escritura, en la primera a los de Corinto: “Vemos ahora como en espejo y obscuramente, pero entonces cara a cara”. Y es absurdo entenderlo corporalmente, como imaginando que Dios tenga cara corporal; pues hemos demostrado (l. 1, c. 27) que Dios es incorpóreo; y tampoco es posible que con nuestra cara corporal veamos a Dios, porque la vista corporal que está en nuestra cara sólo puede ver cosas corporales. Así, pues, veremos a Dios cara a cara, porque le veremos inmediatamente, tal como cara a cara vemos a un hombre.

Y por esta visión nos asemejamos en gran manera a Dios, haciéndonos participantes de su bienaventuranza; pues Dios entiende por su esencia su propia substancia, y ésta es su felicidad. Por eso, en la primera de San Juan se dice: “Y, cuando apareciere, seremos semejantes a Él y le veremos tal como es”. Y en San Lucas dice el Señor: “Y yo os preparo un banquete, como me lo preparó mi Padre, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino”. Y esto no se ha de referir a la comida y bebida corporales, sino a la que se toma en la mesa de la Sabiduría, sobre lo cual dice la Sabiduría en los Proverbios: “Comed mis panes y bebed el vino que he mezclado para vosotros”. Luego en la mesa de Dios comen y beben quienes gozan de la misma felicidad con que Él es feliz, viéndole como El se ve a sí.

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