CAPÍTULO CXVIII: Los hombres están obligados por ley divina a aceptar la verdadera fe

CAPÍTULO CXVIII

Los hombres están obligados por ley divina a aceptar la verdadera fe

Con esto se demuestra que los hombres están obligados a la verdadera fe por la ley divina.

Así como el principio del amor corporal es la visión propia del ojo corporal, así también el comienzo del amor espiritual debe ser la visión inteligible del objeto espiritual amable. Pero la visión del objeto espiritual amable, que es Dios, no podemos alcanzarla al presente sino por la fe (puesto que excede a la razón natural), y sobre todo consistiendo nuestra felicidad en su fruición. Es preciso, pues, que seamos inducidos por la ley divina a la verdadera fe.

La ley divina ordena al hombre con objeto de que esté totalmente sometido a Dios. Pero así como el hombre se somete a Dios amándole, por parte de la voluntad, así también se somete creyendo en Él, por parte del entendimiento. Y no creyendo algo falso, porque Dios, que es la Verdad, no puede proponer al hombre ninguna falsedad; por eso, quien cree algo falso no cree a Dios. Por tanto, los hombres son conducidos a la verdadera fe por la ley divina.

Quien yerre sobre lo que pertenece a la esencia de una cosa, no conoce dicha cosa. Por ejemplo, si alguien pensase que hombre equivale a animal irracional, no conocería al hombre. Otra cosa sería si se equivocara sobre alguno de sus accidentes. Sin embargo, tratándose de compuestos, quien yerra sobre alguno de los principios esenciales, no conocerá la cosa en absoluto, pero sí relativamente. Por ejemplo, quien piensa que el hombre es animal irracional tiene de él un conocimiento genérico. Pero esto no puede suceder con las cosas simples, puesto que un error cualquiera acerca de ellas nos priva de su conocimiento. Es así que Dios es simplicísimo. Luego quien yerra sobre Dios no le conoce. Por ejemplo, quien cree que Dios es cuerpo, no le conoce, pues toma por Dios una cosa distinta. Sin embargo, nosotros amamos y deseamos una cosa en la medida que la conocemos. Así, pues, quien yerra sobre Dios, no puede amarle ni desearle como fin. Por consiguiente, siendo el objeto de la ley divina el conseguir que los hombres amen y deseen a Dios (c. 116), resultará que los hombres son obligados por ella a tener una fe verdadera de Dios.

La falsa opinión es con respecto a lo inteligible lo mismo que el vicio opuesto es a la virtud en lo moral, pues “el bien del entendimiento es lo verdadero”. Si, pues, a la ley divina corresponde prohibir los vicios, a ella corresponderá también rechazar las falsas opiniones sobre Dios y las cosas divinas.

Por esto se dice a los Hebreos: “Sin la fe es imposible agradar a Dios”. Y en el Éxodo, antes de establecer precepto alguno, se anticipa la fe recta en Dios, al decir: “Oye, Israel; El Señor, tu Dios, es único”.

Con esto se refuta el error de quienes decían que nada importa para la salvación del hombre la clase de fe con que éste sirva a Dios.

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