CAPÍTULO CLVIII
Cómo el hombre se libra del pecado
Como el hombre no puede ir hacia uno de los contrarios si no se separa del otro, para que vuelva mediante el auxilio de la gracia al estado de rectitud es necesario que se separe del pecado, por el cuál se había desviado. Y como el hombre se dirige hacia el último fin y se aparta de él principalmente por la voluntad, no sólo es necesario que el hombre se separe del pecado con un acto exterior, dejando de pecar, sino también que se separe con la voluntad, para levantarse del pecado por la gracia. Sin embargo, el hombre se aparta voluntariamente del pecado cuando se arrepiente de lo pasado y se propone evitar lo futuro. Luego es necesario que el hombre, levantándose del pecado, no sólo se arrepienta del pecado pretérito, sino que también se proponga evitar los futuros. Pues si el hombre no se propusiera desistir de pecar, el pecado no sería de por sí contrario a la voluntad. -Por otra parte, el movimiento con que uno se aparta de algo es contrario al movimiento con que se acerca a ello, como blanquear es contrario a ennegrecer. Por eso es preciso que la voluntad se desvíe del pecado por actos contrarios a aquellos por los cuales se inclinó a él. Mas se inclinó al pecado por apetecer y gozar de las cosas inferiores. Por consiguiente, es menester que se desvíe del pecado mediante ciertos castigos que la aflijan por haber pecado; pues así como por el deleite fue arrastrada su voluntad para consentir el pecado, así también por el castigo se asegure en abominarlo.
Vemos que incluso los animales brutos se retraen de los placeres más grandes por los dolores de los azotes. Ahora bien, es menester que el que se levanta del pecado no sólo deteste el pecado pretérito, sino también que evite el futuro. Luego es conveniente que sea castigado por el pecado, para que así se asegure más en el propósito de evitar los pecados.
Lo que adquirimos con trabajo y sufrimiento lo amamos más y lo conservamos con más diligencia; por eso quienes adquieren el dinero con su propio trabajo lo gastan menos que quienes lo adquieren sin trabajo, ya sea de sus padres, ya ser de cualquier otro modo. Pero al hombre que se levanta del pecado le es necesario principalmente conservar con diligencia el estado de gracia y el amor de Dios, cosas que perdió pecando por negligencia. Luego es conveniente que padezca trabajo y sufrimiento por los pecados cometidos.
El orden de la justicia exige que se castigue el pecado. Pues la conservación del orden en las cosas manifiesta la sabiduría del Dios que las gobierna. Luego el castigo del pecado pertenece a la manifestación de la bondad y gloria de Dios. Pero el pecador, al pecar, obra contra el orden establecido por Dios, quebrantando sus leyes. Según esto, es conveniente que lo restablezca, castigando en sí mismo lo que antes había pecado; y así se sitúa totalmente fuera del desorden.
Y esto demuestra que, después que el hombre ha conseguido por la gracia la remisión del pecado y ha sido restablecido al estado de gracia, queda obligado por la justicia de Dios a sufrir alguna pena por el pecado cometido. Y así se impone a sí mismo esta pena; como quiera que lo que está sometido a la divina providencia no puede quedar desordenado, Dios se la impondrá. Y esta pena no se llama satisfactoria, puesto que no ha sido elegida por quien la sufre, sino que se llama “purgativa”, pues al castigarle otro viene como a purgarse mientras se restablece lo que él desordenó. Por esto dice el Apóstol: “Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados. Mas, juzgados por el Señor, somos corregidos para no ser condenados con el mundo”.
No obstante, ha de tenerse en cuenta que, cuando el ánimo se desvía del pecado, el desprecio del pecado y la adhesión del ánimo a Dios pueden ser tan vehementes que no quede obligación a pena alguna. Porque, como se puede colegir de lo dicho, la pena que uno padece después de la remisión del pecado es necesaria para que el ánimo se adhiera más firmemente al bien, al ser el hombre castigado por las plenas, pues las penas son como ciertas medicinas; y también para que se observe el orden de la justicia, cuando el que pecó soporta la pena. Mas el amor a Dios basta para confirmar la mente del hombre en el bien, principalmente si fuere vehemente, y la displicencia de la culpa pretérita, cuando fuere intensa, produce gran dolor. Según esto, por la vehemencia del amor de Dios y del odio del pecado pretérito se excluye la necesidad de la pena satisfactoria o purgativa; y aunque la vehemencia no sea tan grande que excluya totalmente la pena, no obstante, cuando más vehemente fuere, tanto menor pena bastará.
“Pero lo que hacemos por los amigos parece que lo hacemos por nosotros mismos”, porque la amistad y principalmente el amor de caridad hacen de dos uno solo. Y por esta razón uno puede satisfacer a Dios por otro como por si mismo, principalmente cuando fuere necesario. Porque la pena que el amigo padece por él la reputa uno cual si la padeciese él mismo; y así no carece de pena cuando padece con el amigo que padece, y tanto más cuanto que él es para el otro la causa de padecer. Y, además, el afecto de la caridad produce una satisfacción más acepta a Dios en aquel que padece por el amigo que si padeciese por sí mismo, pues esto es propio de la caridad, espontánea, y aquello, de la necesidad. De donde se deduce que uno puede satisfacer por otro con tal de que ambos estén en caridad.
Por esto dice el Apóstol: “Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo”.
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