CAPÍTULO C: Dios es bienaventurado

CAPÍTULO C

Dios es bienaventurado

Queda por probar, después de lo dicho, que Dios es bienaventurado. En efecto:

El bien propio de cualquier naturaleza intelectual es la bienaventuranza. Luego, como Dios es inteligente, su bien propio será la bienaventuranza. Mas no se relaciona con el propio bien como lo que tiende a un bien que aun no tiene, pues esto es propio de la naturaleza móvil y existente en potencia; sino como lo que ya tiene el bien propio. Luego no sólo desea la bienaventuranza, como nosotros, sino que la goza. Es, pues, bienaventurado.

Lo que principalmente desea y quiere la naturaleza intelectual es lo perfectísimo en ella, y esto es la bienaventuranza. Pero lo perfectísimo en cada cosa es su operación perfectísima, porque la potencia y el hábito se perfeccionan por la operación; de donde el Filósofo dice que “la felicidad consiste en la operación perfecta”. Mas la perfección de la operación depende de cuatro cosas. Primeramente, de su género, es a saber: que sea inmanente al mismo que obra. Y llamo operación inmanente a él a aquella por la que no se hace otra cosa que ella misma, como el ver o el oír. Tales operaciones son perfección de aquellos a quienes pertenecen, y pueden ser algo último, porque no se ordenan a cosa alguna que sea fin. Mientras que la operación o acción a la que es consiguiente algún acto distinto de ella misma es perfección de la obra, no del que obra, y se compara a ella como al fin. Y por esto tal operación de la naturaleza intelectual no constituye la bienaventuranza o felicidad. En segundo lugar, del principio de operación, o sea, una potencia altísima. Por esto, la operación del sentido no nos otorga la felicidad, sino la operación del entendimiento, y perfeccionado por el hábito. En tercer lugar, del objeto de la operación. Por este punto, nuestra última felicidad consiste en entender el más alto inteligible. Eh cuarto lugar, de la calidad de la operación, que exige un obrar perfecto, fácil, firme y deleitable. Ahora bien, tal es la operación de Dios, siendo así que es inteligente, y su entendimiento es la más alta potencia, y no necesita de hábito que le perfeccione, porque es perfecto en sí mismo, como se ha demostrado antes (c. 45); y, siendo el sumo inteligible, se entiende a sí mismo perfectamente, sin dificultad alguna, y con delectación. Luego es bienaventurado.

La bienaventuranza aquieta todo deseo, porque, poseída, no queda qué desear, por ser el último fin. Por tanto, es necesario que sea bienaventurado el que es perfecto en todo aquello que puede desear; de donde dice Boecio que la bienaventuranza es “el estado perfecto que encierra todo bien”. Pero tal es la perfección divina, que, como ya se demostró (cc. 28, 31), con cierta simplicidad comprende toda perfección. Luego Él es verdaderamente bienaventurado.

Nadie es bienaventurado mientras carece de lo que necesita, pues su deseo no está aquietado todavía. Luego quien a sí se basta, sin necesitar nada, ése es bienaventurado. Pero se ha demostrado (c. 81) que Dios no necesita de lo demás, puesto que su perfección no depende de nada exterior, ni quiere lo demás para sí como para un fin, como si necesitase de ello, sino porque esto conviene a su bondad. Por consiguiente es bienaventurado.

Se ha demostrado antes (c. 84) que Dios no puede querer algo imposible. Pero es imposible que le sobrevenga algo que antes no tenía, puesto que no está en modo alguno en potencia, como se demostró ya (c. 16). Luego nada puede querer tener que no tenga. Todo lo que quiere, pues, lo tiene. Por consiguiente, es bienaventurado, de acuerdo con lo que algunos afirmaron: 4ue es bienaventurado quien tiene lo que quiere y nada malo quiere.

También declara la Sagrada Escritura su bienaventuranza, al final de la I Epístola a Timoteo: “El cual mostrará a su tiempo el bienaventurado y el poderoso”.

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