CAPÍTULO 21: Respuesta a los argumentos contrarios

CAPÍTULO 21

Respuesta a los argumentos contrarios

No es difícil responder a los argumentos. Como se ha dicho ya, la perfección del amor al prójimo se deriva de la perfección del amor a Dios. En el corazón de algunos, el amor a Dios tiene tal primacía que desean no sólo gozar de Dios y servirle, sino que, por amor a Dios, sirven también al prójimo. En relación con esto dice el Apóstol: Si nos trascendemos, por medio de la contemplación, esto es para Dios, o sea, para tributar honor a Dios. Si nos mostramos comedidos, como sintonizando con vosotros, esto es para vosotros, o sea, para provecho vuestro. La caridad de Cristo es la que nos apremia (2 Cor 5,13-14), para hacerlo todo por vosotros, según explicación dada por la Glosa. Evidentemente, es signo de amor más grande querer servir a alguien por amor al amigo que servir únicamente al amigo.

Lo que se dice acerca de la perfección de la vida contemplativa no hace al caso. Dado que el obispo está constituido mediador entre Dios y los hombres, es necesario que sobresalga en la actividad, por cuanto servidor de los hombres, y que se distinga por la contemplación, para recibir de Dios lo que ha de comunicar a los hombres. A este propósito escribe Gregorio: El prelado sea el primero en la acción y supere a todos por la inmersión en la contemplación; un hombre de gobierno que no descuida la atención a la intimidad cuando se ocupa de las cosas exteriores, ni en la solicitud por lo íntimo se desentiende de la preocupación por lo externo.

Si sufren algún detrimento en la dulzura de la contemplación por ocuparse en las cosas exteriores de servicio al prójimo, esto mismo es un testimonio de que el amor a Dios es perfecto. Debe uno aceptar, hasta quedar convencido, que ama más a otro quien, por amor a él, prefiere carecer transitoriamente del deleite de su presencia, empleándose en cosa de su servicio, a estar disfrutando siempre de su presencia. Por lo cual el Apóstol, después de haber dicho ni la muerte ni la vida podrá separarnos del amor de Cristo (Rom 8,38s), añade: Por mis hermanos estaría dispuesto a ser separado de Cristo (Rom 9,3). En relación con esto, dice el Crisóstomo: El amor de Cristo se había adueñado de tal manera de todo su espíritu que incluso la cosa más querida para él, o sea, el amor de Cristo, estaba dispuesto a sacrificarla, si de este modo le daba gusto a él.

A la tercera dificultad caben dos respuestas. En primer lugar, los obispos no poseen como propios los bienes de la Iglesia que custodian y que han de distribuir como comunes. Y esto no merma en nada la perfección evangélica. Por este motivo, dice Próspero –y pasó al Decreto– lo siguiente: Está bien poseer los bienes de la Iglesia y, por amor a la perfección, renunciar a los propios. Y poco después, una vez propuesto el ejemplo de San Paulino, añade: Con este hecho queda claro que los bienes propios deben ser abandonados por amor a la perfección y que los de la Iglesia, por ser comunes, pueden ser poseídos sin mengua de perfección.

En esto, una cosa hay que tener en cuenta. Si alguien posee los bienes de la Iglesia sin lucrarse, sino tan sólo para repartirlos, es evidente que esto no mengua en nada la perfección evangélica. De otro modo, los abades y los superiores de los monasterios se apartarían de la perfección religiosa, como quien actúa contra el voto de pobreza: lo cual es totalmente absurdo (omnino absurdum). Si alguien, en cambio, no se limita a repartir los beneficios de riquezas comunes, sino que actúa como dueño y se lucra, es evidente que posee algo como propio y, por lo mismo, queda en inferioridad respecto de quienes, renunciando a todo, viven sin propiedad alguna.

Aparte de esto, puede darse otra situación. Los obispos, además de poseer los bienes de la Iglesia, pueden tener también bienes patrimoniales, de los cuales pueden hacer testamento. Esto puede parecer mengua en la perfección a la que invitó el Señor cuando dijo: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres (Mt 19,21).

El problema tiene fácil solución, recordando lo que ha sido dicho ya. Se dijo, en efecto, que la renuncia a los bienes propios no es la perfección, sino un medio para conseguirla, y es posible que alguien alcance la perfección sin haber realizado acto de renuncia a sus bienes.

Para comprender esto será bueno ampliar el horizonte y tener en cuenta una cosa. El Señor, señalando medios de santificación, dice: Si alguien te hiere en la mejilla derecha, preséntale la otra; a quien te ponga pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te fuerce a caminar mil pasos, acompáñale otros dos mil (Mt 5,39-41), y, sin embargo, ni siquiera los perfectos cumplen esto. El Señor mismo se quedó por debajo de esta perfección, porque, al recibir una bofetada, no presentó la otra mejilla, sino que dijo: Si he hablado mal, muéstrame en qué; y si bien, ¿por qué me pegas? (Jn 18,32). Tampoco Pablo presentó la mejilla cuando era golpeado, sino que dijo: Dios te herirá a ti, pared blanqueada (Hch 23,3).

La perfección no requiere necesariamente el cumplimiento de estas cosas. Ha de ser entendido todo en cuanto a la disposición de ánimo, como explica Agustín en el libro sobre el sermón de la montaña. La perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a cumplir estas cosas siempre que sea necesario. Igualmente, como dice también Agustín y pasó al Decreto: Lo que el Señor dice en el evangelio, a saber, la sabiduría ha sido justificada por sus hijos (Mt 11,1), muestra que los hijos de la sabiduría comprenden que la perfección no está en comer o en ayunar, sino en soportar la indigencia con igualdad de ánimo. Por lo cual dice el Apóstol: Sé tener y sé pasar necesidad (Flp 4,12).

Los religiosos logran imperturbable igualdad de ánimo para soportar la indigencia mediante la práctica de la pobreza. Los obispos, en cambio, pueden alcanzarla mediante el ministerio de la cura pastoral de la Iglesia y el ejercicio de la caridad fraterna, la cual requiere de ellos que acepten el riesgo de entregar y sacrificar por la salvación del prójimo no sólo las propias riquezas, cuando las circunstancias lo pidan, sino también el propio cuerpo, como fue dicho ya. A este propósito dice el Crisóstomo: Grande, ciertamente, es el combate de los monjes. Y añade: Allí, o sea, en la vida monástica, es riguroso el ayuno, el cual junto con las vigilias y con todo el resto contribuye a dominar el cuerpo. Aquí, en cambio, o sea en el estado pontifical, todo el trabajo se orienta hacia el alma. Pone el ejemplo de quienes mediante la artesanía hacen cosas maravillosas para las cuales se sirven de variados instrumentos; el filósofo, en cambio, sin ocuparse para nada de esto, pone todo su esfuerzo en las obras del espíritu solamente.

Alguien podría pensar que los obispos están obligados a la perfección de abandonar las riquezas no sólo en la disposición de ánimo, sino también de hecho. En efecto, el Señor mandó a los apóstoles: No poseáis oro ni plata; no llevéis dinero en vuestros ceñidores, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni bastón (Mt 10,9-10). Ahora bien, los obispos son sucesores de los apóstoles. Por consiguiente, están obligados a cumplir estos mandatos dados a los apóstoles.

Evidentemente, la conclusión a que se llega no es verdadera. Hubo en la Iglesia muchos obispos de cuya santidad no se puede dudar y que, sin embargo, no cumplieron esto, como Atanasio, Hilario y otros muchos. Como dice Agustín en el libro sobre la mentira es necesario prestar atención no sólo a los preceptos de Dios, sino también a la vida y al comportamiento de los justos; muchas cosas que no logramos entender por las solas palabras, vemos cómo deben ser entendidas fijándonos en el comportamiento de los santos, o en lo que ellos practicaron. La razón es que el mismo Espíritu que habla en las Escrituras es el que mueve a los santos en cuanto al modo de actuar. Los que son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom 8,14). Por lo cual no se puede pensar que lo que los santos practican de modo habitual sea contrario a los preceptos de Dios. Como Agustín dice en el pasaje citado, y lo propone también en otro libro, el sentido de lo mandado por el Señor a los apóstoles, o sea, que no poseyeran nada y nada llevasen para el camino, él mismo lo da a entender suficientemente cuando añade: El obrero merece su salario (Lc 10,7). Claramente da a entender que esto está permitido, no mandado. Quien no quiere servirse de lo permitido, es decir, quien no recibe de otro lo necesario para vivir y vive de lo suyo propio, no quebranta un mandamiento del Señor. Una cosa es no servirse del permiso, cosa que hizo Pablo (1 Cor 9,12), y otra obrar contra lo mandado.

Se podría dar otra solución, entendiendo que el Señor mandó esto porque se trataba de la primera misión, por la que eran enviados para predicar solamente a los judíos, entre los cuales era corriente que los maestros vivieran de los estipendios ofrecidos por los alumnos. Como dice el Crisóstomo, el Señor quiso como primer punto que sus discípulos evitasen toda sospecha de predicar para ganar dinero; quiso también que estuviesen libres de preocupaciones y que experimentasen su personal poder que sin recursos provee de lo necesario. Pero posteriormente, en la inminencia de la pasión, cuando habían de ser enviados al mundo, cambió el mandato. Les preguntó: Cuando os envié sin bolsa y sin alforja, ¿os faltó algo? Sólo cuando respondieron que no les había faltado nada, añadió: Pues ahora el que tenga bolsa, tómela, e igualmente las alforjas (Lc 22,35-36).

Por consiguiente, los obispos, que son sucesores de los apóstoles, no están obligados a no tener posesiones, ni a estar desprovistos de lo necesario para el camino.

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