CAPÍTULO 15: Refutación del error precedente

CAPÍTULO 15

Refutación del error precedente

Una cosa requiere atención: los susodichos impugnadores de la pobreza se oponen en no escasa medida a la enseñanza de Cristo y a la vida que él mismo llevó. Cuál sea la pobreza que quiere ver guardada lo enseñó de palabra y lo mostró con el ejemplo. De él dice el Apóstol: Siendo rico, se hizo pobre por nosotros (2 Cor 8,9). Sobre este pasaje, dice la Glosa: Asumió la pobreza y no perdió las riquezas; por dentro, rico; al exterior, pobre; estaba oculto Dios que abunda en riquezas; lo que se veía era un hombre en pobreza. Por lo cual es grande la dignidad de quienes siguen la pobreza de Cristo. La Glosa citada llega poco después a esta conclusión: Quien es rico en la conciencia no caiga en la desestima de sí mismo por vivir en celda pobre.

Fijémonos en la vida de Cristo, desde el momento inicial de su entrada en el mundo. Pobrecilla la Madre que eligió, más pobre la patria, se hace pobre en dinero: y esto te lo pone delante el pesebre. Así se lee en un sermón sinodal del concilio de Éfeso. Un poco después añade: Fíjate en la pobrísima morada de aquel que enriquece el cielo; contempla el pesebre de aquel que se sienta sobre querubines, mira envuelto en pañales a quien establece conexión entre el ancho mar y la arena; date cuenta de que por debajo todo es pobreza, mientras que por encima todo es riqueza. Ahora bien, si, como dice el Apóstol (2 Cor 8,9), se hizo pobre, no por razón de él mismo, sino por nosotros, ¿acaso no podía escoger una Madre que abundase en posesiones y nacer en casa propia, si la carencia de bienes, más aún, de casa, no tuviese nada que ver con la perfección cristiana? Queden avergonzados los detractores de una pobreza cuya gloria resplandece admirablemente en los orígenes de Cristo.

No se piense que la pobreza que soportó en la infancia la abandonó después, en la madurez de la edad. Basta fijarse en lo que dice de sí mismo. El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8,20). Jerónimo expone estas palabras diciendo: ¿Por qué quieres seguirme por motivo de riquezas y ganancias mundanas, cuando soy tan pobre que ni una casetilla tengo y debo ponerme bajo techo ajeno? El Crisóstomo, exponiendo estas mismas palabras, dice’: Fíjate bien cómo el Señor manifestó con obras la pobreza que había enseñado. No tenía mesa, ni candil, ni casa, ni cosa alguna de este orden. Ahora bien, esta pobreza pertenece a la perfección que el Señor enseñó de palabra y de la que dio muestra por medio de las obras. Por consiguiente, el carecer totalmente de posesiones terrenas forma parte de la perfección de la vida cristiana.

Avanzando más, encontramos otro testimonio de la pobreza de Cristo. Cuando de él se reclamaba tributo, dijo a Pedro: Vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que pique cógelo, ábrele la boca y encontrarás la estatera; tómala y entrégala por mí y por ti (Mt 17,27). Exponiendo este pasaje, dice Jerónimo: Esto, entendido sencillamente o tal como suena, edifica al oyente, porque oye cuán grande fue la pobreza del Señor, cuando ni siquiera tenía para pagar el tributo por sí mismo y por su apóstol. Si alguien quisiera objetar ¿cómo es que Judas tenía dinero en una bolsa? doy esta respuesta: El señor consideró que no está permitido tomar para uso personal lo que pertenece a los pobres y nos dejó a nosotros este ejemplo.

Ahora bien, es evidente y ningún cristiano puede tener la menor duda de que Cristo en su modo de vivir cumplió lo más perfecto. Por lo que se refiere a la perfección de la pobreza, decía: Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres; y ven y sígueme (Mt 19,21): en lo cual está la cima de la perfección, como dice Jerónimo. Por consiguiente, la suprema perfección de la pobreza consiste en que, a ejemplo de Cristo, algunos hombres carezcan de posesiones, y que si reservan algo sea para servicio de los pobres, principalmente de aquellos cuya atención les incumbe. Así es como hizo el Señor, el cual, con las dádivas que le eran hechas, sostenía principalmente a los discípulos, que habían abrazado la pobreza por amor a él.

Entre las cosas que Cristo durante su vida mortal hizo o padeció, el principal ejemplo propuesto a la imitación de los cristianos, es el de la cruz veneranda. Es el Señor mismo quien lo dice: Si alguien quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y me siga (Mt 16,24). El Apóstol, sintiéndose como clavado juntamente con Cristo en la cruz y poniendo su gloria en la sola cruz, y siguiendo con diligencia el rastro de la cruz, decía: Yo llevo en mi cuerpo los estigmas del Señor (Gál 6,17).

Ahora bien, entre los distintivos de la cruz, se cuenta la pobreza, consistente en que Jesús fue privado de todo lo exterior, hasta quedar desnudo. Con referencia a él, se dice en un Salmo: Se repartieron mis vestidos y echaron a suerte mi túnica (Sal 21,19). Esta desnudez de cruz consistente en pobreza voluntaria la siguen principalmente quienes carecen de posesiones rentables. Por este motivo, al presbítero Paulino le dice Jerónimo: Tú escuchaste la sentencia del Salvador: «Si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, luego ven y sígueme». Y escuchada la sentencia, transformas las palabras en obras y, desnudo, sigues la cruz desnuda, subiendo la escala a paso más rápido y con menos peso. Un poco más adelante añade: No hay grandeza alguna en que, con rostro triste y macilento, alguien simule o haga ostentación de los ayunos, quien se presente con manto pobre, gozando al mismo tiempo de pingües rentas. Es, por tanto, evidente que son enemigos de la cruz de Cristo los susodichos adversarios de la pobreza, los cuales, guiados por criterios terrenos, piensan que las posesiones pertenecen a la perfección cristiana y que rechazarlas causa merma en la perfección.

Hechas las precedentes reflexiones acerca del modo de vida que Cristo practicó en su nacimiento, cuando llegó al desarrollo, y en el ocaso mismo de la cruz, acerquémonos a la enseñanza de Cristo, el cual inició la instrucción de los discípulos y de las multitudes tomando como punto de partida la pobreza. Dice, en efecto: Dichosos los pobres en el espíritu (Mt 5,3). Jerónimo lo explica así: Pobres de espíritu, porque, bajo la guía del Espíritu Santo, son voluntariamente pobres. Ambrosio, por su parte, lo explica así: Ambos evangelistas pusieron esta bienaventuranza en el primer lugar. El orden hace de ella la primera, como madre y generadora de virtudes, pues quien desprecie lo secular, se hará merecedor de lo eterno; el reino de los cielos no puede alcanzarlo nadie que esté dominado por apetencias mundanas. San Basilio diseña bien la figura del pobre de espíritu, cuando dice’: Dichoso el pobre, en cuanto discípulo de Cristo que soportó la pobreza por nosotros. El Señor mismo, presentándose como modelo de quienes quieren aprender, cumplió las obras que conducen a la bienaventuranza. ¿Se lee, acaso, que el Señor haya tenido posesiones? Por consiguiente, la pobreza de quienes, por amor a Cristo, carecen de posesiones, lejos de ocasionar detrimento de bienaventuranza, comunica, más bien, acrecentamiento.

Después, el Señor, una vez elegidos los doce apóstoles, cuando los envía a predicar y les ha concedido la potestad de hacer milagros, junto con otras normas de comportamiento, les propone en primer lugar la doctrina de la pobreza: No tengáis oro ni plata; no llevéis dinero en vuestras fajas, ni bastón para el camino (Mt 10,9). Eusebio de Cesarea, exponiendo este pasaje, dice: Les prohibía poseer oro, plata, dinero, previendo el futuro. Estaba viendo que quienes, por el ministerio de ellos, habían de ser sanados y liberados de padecimientos incurables, los harían participar en sus bienes. Y un poco más adelante añade: Estaba persuadido de que quienes habían sido puestos en el ministerio con la promesa del reino de Dios debían desechar lo terreno, de manera que ni siquiera se les ocurriera pensar que las posesiones, el oro, la plata o cualquier bien apetecido por los hombres mortales, admiten comparación con las riquezas celestiales que les habían sido otorgadas. Como, al mismo tiempo, los hacía soldados del reino de Dios, les recomendaba el cultivo de la pobreza. Nadie que milite al servicio de Dios se entromete en asuntos de esta vida nuestra, porque su finalidad es agradar al Señor. Jerónimo hace este otro comentario: El que había dado un tajo a las riquezas, llega también a casi cortar lo necesario para la vida, con el fin de que los apóstoles, maestros de la religión verdadera, los cuales habían de enseñar que todo está bajo el gobierno de la providencia divina, diesen muestra de que ellos mismos no pensaban en el día de mañana. El Crisóstomo, por su parte, comenta: Dándoles estos preceptos, el Señor busca ante todo que sus discípulos no sean sospechosos, después los libera de toda preocupación para que se dediquen por completo a la palabra de Dios; en tercer lugar, los instruye acerca de su propio poder. Según explicación de Ambrosio, las enseñanzas evangélicas diseñan la figura del que anuncia el reino de Dios: debe ser persona que no busque los servicios de un subsidio secular, que viva seguro con su fe, esté convencido de que cuanto menos pida, tanto mayor será su capacidad para dar.

Por consiguiente, queda claro que, si los apóstoles hubiesen recibido posesiones, habrían sido no menos sino más sospechosos de predicar por motivo de lucro que si poseyeran oro o plata. La preocupación por el cultivo de los campos los absorbería mucho más. La asistencia secular requerida por las viñas y campos poseídos es muy superior a la requerida cuando solamente se tienen bienes muebles. Según las exposiciones precedentes, a los apóstoles les fue prohibido poseer campos, viñas u otros bienes inmuebles de este género. Pero, ¿quién, sino un hereje, dirá que la primera instrucción dada por Cristo a los discípulos va en descrédito de la perfección evangélica? Por tanto, mienten en doctrina de fe quienes dicen que es menor la perfección de quienes carecen de posesiones comunes.

Dando un paso más, es necesario tomar en consideración el modo como los preceptos del Señor fueron cumplidos por los apóstoles. Como dice Agustín: Las escrituras divinas contienen no solamente los preceptos divinos, sino también la vida y costumbres de los justos, a fin de que, si en lo que está preceptuado hay algún punto oscuro, se consiga una correcta comprensión mirando al comportamiento de los justos. Ahora bien, que los apóstoles, en el tiempo precedente a la pasión, no tuvieron posesiones temporales ni llevaron nada para el camino, está dicho expresamente; a la pregunta que el Señor dirigió a los discípulos Cuando os envié sin bolsa, sin bastón, sin calzado, ¿os faltó algo? Ellos le respondieron: Nada (Lc 22,35).

Pero allí mismo se añade: Les dijo: pues ahora el que tenga bolsa que la lleve y lo mismo el bastón (v.36). Con esto, tal vez alguien pudiera pensar que el Señor revocó todos los preceptos anteriores. Pero, por lo que se refiere a los apóstoles, el cambio afecta sólo al tiempo de la persecución que estaba a punto de estallar. Es la explicación dada por Beda, cuando dice: [Jesús] da a los discípulos una regla distinta para el tiempo de persecución y para el de paz. Cuando los envió a predicar, les mandó no llevar nada para el camino; en la inminencia de la pasión y cuando la multitud lanzaba la misma persecución contra el pastor y contra la grey, dio la norma adaptada al momento, permitiendo que llevaran los víveres necesarios, hasta que, calmada la rabia de los perseguidores, retorne el tiempo de evangelizar. Y añade: Con ello nos da a nosotros un ejemplo, para hacernos ver que cuando se nos echa encima un asunto importante, podemos, sin culpa, mitigar un tanto el rigor de nuestra profesión. Por donde se ve que al rigor de la disciplina evangélica pertenece también el que alguien carezca de toda posesión terrena.

Para el tiempo posterior a la pasión, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos da a conocer cómo los apóstoles cumplieron lo relacionado con este punto y cuál fue la enseñanza que transmitieron. Se lee, en efecto: La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma; nadie decía suyo lo que poseía, sino que lo tenían todo en común (Hch 4,32). Y para que nadie piense que tenían posesiones comunes, por ejemplo campos o viñas o alguna cosa por el estilo, se dice a continuación (Hch 4,34s): Quienes poseían campos o casas, las vendían y ponían el precio a los pies de los apóstoles. Por donde se ve que el modo como los apóstoles observaron la norma evangélica, fue éste: que lo necesario para vivir sea común, y que las posesiones sean totalmente desechadas. Ahora bien, esto pertenece al orden de una perfección superior, como se puede ver por enseñanza de Agustín, el cual dice: Los judíos que creyeron y con los que fue formada la primera iglesia en Jerusalén dieron buena muestra de lo útil que es el haber sido custodiados bajo el pedagogo, es decir, bajo la ley. Estaban tan a punto para recibir el Espíritu Santo que vendieron todo lo suyo y lo ponían a los pies de los apóstoles, para que, con el precio, fuesen atendidos los que pasaban necesidad. Y un poco más adelante añade: Esto no lo hizo iglesia alguna de la gentilidad, porque no se encontraban tan cercanos [a la fe cristiana] aquellos que llamaban dioses a las figurillas fabricadas por mano de hombre.

El papa Melquíades, en un texto que pasó al Decreto, lo explica de otro modo diciendo: Los apóstoles preveían que en el futuro la Iglesia se asentaría entre los gentiles; por este motivo no adquirieron campos en Judea, sino solamente su valor en dinero para socorrer a los necesitados. Pero, creciendo entre tormentas y contradicciones del mundo, llegó a una situación en que no solamente los gentiles, sino también los emperadores romanos que gobernaban el mundo entero, se acercaban a la fe en Cristo y pedían el sacramento del bautismo. Uno de ellos, el religiosísimo Constantino, dio licencia no sólo para convertirse al cristianismo, sino también para edificar iglesias, haciendo donación de los terrenos apropiados. En el capítulo siguiente al citado, el papa Urbano dice: Viendo los sumos sacerdotes y los otros, así como los levitas y el resto de los fieles, que sería de mayor utilidad entregar el precio del patrimonio y de los campos que vendían a iglesias presididas por obispos, porque, tanto en el presente como en el futuro, con su producto a los fieles que practicaban vida común sería posible proporcionarles servicios más numerosos y de mejor calidad que empleando directamente el precio de cada cosa, comenzaron a entregar el precio del patrimonio y de los campos que vendían a las iglesias madres para vivir con su producto.

De esto parece seguirse que es mejor tener posesiones comunes que los bienes muebles necesarios para vivir. Se seguiría también que, en la Iglesia primitiva, los predios eran vendidos no porque esto fuese mejor, sino porque los apóstoles preveían que, entre los judíos, no perduraría la Iglesia, debido, en parte, a la infidelidad de los judíos y, en parte, a la destrucción que ya amenazaba.

Pero, bien pensadas las cosas, se ve que esto no es contrario a lo que había sido dicho ya. En un principio, la Iglesia era en todos sus miembros tal como posteriormente con dificultad llega a ser entre algunos perfectos. A semejanza de lo que ocurre con la naturaleza, también la gracia debió comenzar por lo perfecto. Por este motivo, los apóstoles ordenaron la vida de los fieles en coherencia con lo perteneciente a dicho estado. En este sentido, dice Jerónimo: La primera Iglesia de creyentes en Cristo fue lo que ahora los monjes desean y se esfuerzan por ser, de manera que nadie tenga cosa propia, nadie sea rico, nadie pobre; los patrimonios sean repartidos entre quienes pasan necesidad, la vida abunde en dedicación a la oración y a los salmos, a la enseñanza y a la continencia.

Este modo de vida adaptado a la perfección fue practicado por los primeros creyentes no sólo en Judea, bajo los apóstoles, sino también en Egipto bajo el evangelista Marcos, como dice Jerónimo en el pasaje citado y consta igualmente por el libro segundo de la historia eclesiástica. Pasando el tiempo, en la Iglesia habían de entrar muchos que estaban lejos de esta perfección; lo cual, sin embargo, no ocurrió antes del desastre sufrido por los judíos, cuando la Iglesia se extendía ya entre los gentiles. Ocurrido ya esto, los prelados de las Iglesias juzgaron conveniente que los patrimonios y los campos fuesen entregados a las Iglesias, no en atención a los más perfectos, sino por razón de los más débiles que no se sentían con fuerza para llegar a la perfección de los primeros fieles.

Pero después hubo también quienes, emulando la perfección primera, vivieron en comunidades carentes de posesiones, como muchos grupos de monjes en Egipto. Gregorio habla de un santísimo varón, llamado Isaac, que vino de Siria a Italia, el cual practicó en occidente la forma de perfección que había aprendido en oriente. Con frecuencia los discípulos le proponían humildemente que aceptase para servicio del monasterio las posesiones que le eran ofrecidas. Pero él, guarda solícito de su pobreza, mantenía con firmeza el propio parecer y decía: el monje que busca tener en la tierra posesiones, no es monje. Lo cual no ha de ser entendido refiriéndolo a la búsqueda de posesiones por modo de propiedad [personal], pues, como se dijo, aquellos ofrecimientos eran hechos al monasterio. Tampoco su parecer ha de ser entendido como si afirmase que quienes tienen posesiones comunes se desentiendan totalmente de la perfección propia de los monjes. Hablaba así por el peligro de perder la pobreza, peligro en que caen no pocos monjes que tienen posesiones comunes. Jerónimo, escribiendo al obispo Heliodoro, le dice: Son más ricos de monjes que lo habían sido en vida secular. Bajo Cristo pobre poseen riquezas, de que no habían podido gozar en el servicio al diablo, con todo lo rico que es; de ricos hacen surgir suspiros en la Iglesia aquellos mismos que en el mundo eran mendigos. Por eso Gregorio dice intencionadamente de aquel santo que se llamaba Isaac: Tenía tanto miedo de perder la seguridad de su pobreza como es el empeño que los avaros ricos suelen poner en la guarda de unas riquezas perecederas. Por lo cual el Señor, para mostrar su santidad, lo hizo esclarecido. Sobre él añade Gregorio: Por eso su vida resplandeció con espíritu de profecía y con grandes milagros delante de todos, tanto cercanos como lejanos. Por consiguiente pertenece a un alto nivel de perfección el que algunos no tengan posesiones ni propias ni comunes.

Esto mismo se pone de manifiesto con sólo pensar en la finalidad de los consejos que conducen a la perfección evangélica. Son propuestos para que los hombres, libres de las preocupaciones del mundo, se consagren a Dios más libremente. Por lo cual el Apóstol, propuesto el consejo de guardar virginidad, dice: El que no tiene mujer se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar a Dios; en cambio, el que tiene mujer se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a la mujer. Y está dividido (1 Cor 7,32-33).

Por donde se ve que determinadas cosas están tanto más insertas en la perfección de los consejos cuanto mayor es la eficacia que tienen para liberar al hombre de preocupación mundana. Ahora bien, es evidente que las posesiones y las riquezas dan unas preocupaciones que impiden la dedicación del espíritu a las cosas de Dios. Está escrito: Lo sembrado entre espinas son los que oyen la palabra, pero la preocupación por las cosas de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y no da fruto (Mt 13,22). Jerónimo lo expone, diciendo: Las riquezas son halagadoras; prometen lo que no hacen. Su posesión tiene una fuerza que hace resbalar; arrastran hacia un punto y hacia otro, son inestables, abandonan a quien las posee y sirven a quien no las tenía.

Esto mismo se aprecia con evidencia en Lc 14,18, donde uno de los que fueron llamados a la cena, se excusó, diciendo: He comprado un campo y tengo que ir a verlo. A propósito de lo cual dice Gregorio: ¿Qué significa el campo, sino los bienes terrenos? Sale a verlo el que sólo piensa en lo exterior. Al fin de la parábola se añade: Haz entrar a los pobres y a toda clase de enfermos (Lc 14,21). Para Ambrosio, estas últimas palabras quieren decir: Peca más raramente aquel a quien falta el atractivo del pecado y se convierte a Dios con mayor presteza aquel que no encuentra deleite en cosas del mundo. Por tanto, es evidente que el carecer por completo de posesiones y de riquezas pertenece a la perfección. Agustín, por su parte, dice: Los más pequeños de Cristo son aquellos que han renunciado a todas sus cosas y lo siguieron a él; todo lo que tenían lo repartieron entre los pobres, con lo cual se liberaron de pesos terrenos y marchan hacia las alturas, como si tuvieran alas. Son los más pequeños, porque son humildes. Pero tú pesa a éstos que son los mínimos y encontrarás considerable peso. Nadie que esté en su sano juicio dirá que la preocupación por las posesiones comunes no sea una carga propia del mundo. Por consiguiente, pertenece al peso de la perfección el que los hombres sirvan a Dios, liberados de estas ataduras.

Por consiguiente, queda claro que es doctrina infundada, más aún, perversa y contraria a la enseñanza cristiana, la de aquellos según los cuales el carecer, por amor a Cristo, de posesiones comunes no pertenece a la perfección cristiana. De ellos y en relación con las palabras vuelvan y queden avergonzados de repente (Sal 6,11), dice la Glosa: Esto no ocurre aquí, donde, más bien, los perversos se burlan de quienes lo abandonan, y con sus burlas hacen que los débiles tengan que sufrir vergüenza por el nombre de Cristo. A ellos mismos se refieren las palabras despreciáis el plan del pobre, porque su esperanza es el Señor (Sal 13,6). Sobre esto dice la misma Glosa: Del pobre, es decir, de cualquier miembro de Cristo; y esto lo hicisteis porque su esperanza está puesta en el Señor. Es tanto más despreciado cuanto era mayor el respeto que se le debía. Ahora bien, ¿qué hacen éstos sino esforzarse en despreciar a quienes siguen perfectamente el consejo de pobres y hacen esto porque ponen la esperanza no en las posesiones terrenas, sino en Dios?

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