[P. Carlos Miguel Buela IVE, “El Arte del Padre“, cap. 24]
La pérdida del ser y el quijotismo
I. Introducción. De caballero andante a capitán de almas
A modo de introducción queremos presentar este artículo de Giovanni Papini, publicado en el diario LA NACION el 10 de diciembre de 1922. El escritor italiano comenta el ensayo Vida de don Quijote y Sancho, de Miguel de Unamuno, y subraya el carácter universal y religioso del personaje creado por Cervantes[1].
«Miguel de Unamuno no es el primero que ha estudiado a don Quijote. Recuerdo haber leído, entre otros, un ensayo de Turghenief, en el que se comparaba al héroe manchego con el conocidísimo príncipe de Dinamarca que sirvió de vocero al alma del gran Will.
El libro de Cervantes, como todos -como, por ejemplo, La Odisea, Las Mil y una noches y Los Viajes de Gulliver– puede darse a los niños para entretenimiento y puede servir como texto a un filósofo, para una teoría acerca de la vida. Está en él la corteza, el sentido literal, que agrada al gusto de los niños de diez años y a los doctos de sesenta, y está en él, el germen, la substantifique mouelle= médula sustantiva, que cita Rabelais, y que tan sólo los hombres suficientemente grandes, para no sentir contrariedad por bromas y absurdidades, pueden sorber hasta el fin. ¡Cuánta sabiduría existe para quien la supiera buscar, en la literatura popular burlesca de todos los países y de todos los siglos! Tras las facecias[2], los chistes graciosos, hallas a menudo la sátira exacta; al final de aventuras inverosímiles, una crítica de la realidad, en medio de la locura más escandalosa, das con la revelación imprevista de alguna verdad paradojal más exacta que muchas sentencias ratificadas por los autorizados. Podríase construir la filosofía de los espíritus sencillos, de los pobres de espíritu y de los demasiado listos, que no tendría de qué avergonzarse en la comparación con la de los laureados. Francia nos daría su inmortal Monsieur de La Palice, su Jocrisse, su Bobèche y el infeliz Prudhomme; Alemania, el aventurero Simplicissimus, el valiente barón de Münchhausen y ese sucio burlón que es Till Eulenspiegel; Inglaterra, el capitán Gulliver y Tristan Shandy; Turquía, su loco nacional Nasr-Eddin e Italia no quedaría a la zaga con su Bertoldo, su motejador Piovano Arlotto y con esos viejos arcatori (bribones) que se nombraron Gonnella y Basso della Penna.
España exhibirá a don Quijote con su fiel amigo y escudero Sancho, y bastaría ampliamente para su gloria. Don Quijote no es ya, tan sólo, el personaje de una novela, la feliz invención de un encarcelado genial. Pertenece, como Ulises, como Farinata, como Hamlet, como Gulliver, como Fausto, como don Abbondio, a esa raza humana que no tiene descripción en ningún manual de antropología, pero es más vital que los otros cinco, tanto que sus ciudadanos han podido esperar la inmortalidad. Estos seres que nunca fueron de carne tienen un alma en la nuestra, tienen hasta un cuerpo en nuestra fantasía; conocemos sus hábitos y aptitudes; conocemos sus pensamientos, sus gustos, y adivinamos lo que harían y dirían en circunstancias dadas. Encarnan, gracias al soplo divino que dio a ellos el arte de sus padres, un lado, un carácter, un aspecto de la humanidad. Son tipos eternos, ideas platónicas; protagonistas del drama espiritual, y por eso más «verdaderos» que los hombres que nos pasan al lado y que poseen ficha individual en los registros del censo.
Si consideramos el libro de Cervantes literalmente, hallaremos una sátira literaria, una novela picaresca de primer orden, entretejida de cuentos; pero si arrancando de esta comprobación empírica sabemos introducirnos en los subterráneos de la obra e ir más allá -acaso- de las intenciones del autor, descubriremos bajo esas historias risibles, bajo esas chanzas irónicas y esas absurdas conversaciones, una de las más poderosas visiones de la tragedia humana. Desde hace casi un siglo la alta crítica cervantina se ejercita en este sentido y más de un ilustre exégeta de significados espirituales ha creído poner dique a las interpretaciones. Quien hiciera el relator de la humanidad podría actualmente compilar ya para don Quijote un libro semejante al que Lichtenberg consagró a los múltiples hallazgos relativos al Fausto goethiano. Hemos visto un don Quijote símbolo del espíritu y un Sancho Panza símbolo de la materia; un don Quijote expresión de la aristocracia idealista y un Sancho Panza representante de la plebe positivista; un don Quijote símbolo del optimismo heroico y un Sancho Panza encarnación del pesimismo desilusionado. Se ha visto en el discurso del caballero a los cabreros un manifiesto comunista y en las justificaciones de Roque Guinart, un pre-anuncio del anarquismo: los molinos de viento se han vuelto la pre-representación de las máquinas modernas destinadas a aterrar la medieval civilización de la caballería y la rústica Dulcinea del Toboso, mondadora de granos, ha aparecido como una cruel parodia de las vírgenes de las cortes de amor, como la victoria de la sensualidad verista sobre el madrigalismo platónico de la lírica provenzal y del dolce stil nuovo ya en boga -merced al Petrarca- en la península occidental.
Todas estas interpretaciones -y otras más que no nombro- son, aunque diferentes entre sí, todas verdaderas. Verdaderas, se comprende, de aquella verdad que no puede ser medida con el metro de la lógica y demostrada mediante teoremas. Una creación artística vital y resistente como don Quijote puede ser tan infinita cuan eterna es. Cada espíritu puede enriquecerla con algo propio sin deformarla, puede hacerle hablar sus mismas palabras y hallará siempre textos que refuercen y vigoricen con pruebas la propia intuición. Siendo literalmente viva, puede transmutarse de mil guisas, como todo lo que vive; existiendo, sin duda, en don Quijote, como en la tierra y en el cielo de Shakespeare, muchas cosas que no ha alcanzado aún nuestra filosofía. El último es, según mi parecer, el más afortunado y profundo entre todos los exégetas de don Quijote: Miguel de Unamuno.
Unamuno nació en 1864 en Bilbao -Vasconia- y comenzó a escribir desde muy temprano. Su Vida de don Quijote y Sancho Panza es la más célebre y la más significativa entre sus quince obras. Este rector de la Universidad de Salamanca es todo a la vez: poeta lírico y trágico, ensayista múltiple, sociólogo de fibra y filósofo sin miedo. Dejando a un lado la literatura pura, es el espíritu más representativo de la España de nuestros días. Es para su país algo semejante a lo que fueron Carlyle para Inglaterra y Fichte para Alemania. Su actividad de apóstol espiritual, que comenzó a desplegarse después de las amarguras y los desalientos de las derrotas causadas por los norteamericanos, tiene de hecho alguna relación con la de los animadores teutónicos. Trata él, como Fichte, de volver a elevar, mediante una fuerte disciplina mental, sacada de las tradiciones más intactas de la pasada vida ibérica, los ánimos debilitados de sus conciudadanos, y se vale como Carlyle de la ficción y de la lírica, porque su pueblo, que no tuvo filosofía propia y que desde tan luengo está fuera de las mayores corrientes europeas, vuelve a hallar en el idealismo moderno nuevas razones de vida más intensa y de grandeza más pura.
Este comentario a la obra maestra de su literatura[3] es el más animoso mensaje de su apostolado nacional. Don Quijote ha sido resucitado en una atmósfera de espiritualidad, en un mundo de conceptos típicos y místicos; pero entrambos, atmósfera y mundo, son rígidamente españoles; más, vascos si queremos y tanto como castellanos. En este libro existe un don Quijote ideal, idealizado, transfigurado, que guarda con el de Cervantes la sola concordancia de las acciones exteriores; pero semejante vivificación que lo magnifica no está hecha por un filósofo extranjero y cosmopolita que ve en el santo caballero ideas abstractas y universales, creadas para toda época, para todo país y para todo cerebro, pero sí por un poeta-filósofo-místico-español, nacido en la misma tierra de su héroe, cristiano como él, loco como él, y que vislumbra, en la esencia del quijotismo, la verdadera puerta maestra para entrar en el alma misma de su patria. Por eso esta obra no es tan sólo el comentario apasionado de una obra maestra, sino que es al mismo tiempo un ensayo de psicología de la raza española en uno de sus más sublimes momentos.
Unamuno no ve a su don Quijote tan solitario como puede imaginarlo un extraño. No es un loco, no es un anormal, no es un segregado. Como todos los biógrafos, también Unamuno parangona su héroe con otros héroes, y éstos se llaman el Cid, Santa Teresa, Pizarro, Ignacio de Loyola, sobre todo Ignacio de Loyola.
No hay que asombrarse de estos acercamientos. Unamuno se atreve con otros más tremendos: pone al caballero de la triste figura al lado de la sombra del Crucifijo, y más de una vez nos muestra de qué medios estupefacientes se vale el loco hidalgo para realizar, mejor que muchos cristianos, las enseñanzas de Jesús…
Pero el mellizo de don Quijote es, para Unamuno, el creador de la Compañía de Jesús, el caballero errante de la fe, el antiguo soldado del mundo, que quiso volverse – y lo logró- capitán de almas. En esto el don Quijote de Unamuno es profundo, pues no es monocorde, no tiene un carácter solo, no personifica una idea fija. El vasco trata al manchego como a una auténtica personalidad histórica, como a un santo laico, del que Cervantes hubiese sido el único e imperfecto evangelista. Por eso no reduce su figura a un esquema unitario, quitándole y despedazándole el cuerpo que el arte le ciñó, sino que, al contrario, no satisfecho de lo que el libro da, añade en lugar de quitar, allí donde el viejo historiador calló o no dijo lo suficiente. Presa total de don Quijote, Unamuno no habla de Cervantes sino para reprocharle indirectamente el no haber comprendido a su héroe. El veterano de Lepanto es para él un interpretador necesario, y tan sólo por esto lo tolera.
El moderno biógrafo, a pesar de seguir fielmente capítulo por capítulo al biógrafo antiguo, nos presenta una vida mucho más complicada y completa que la que le sirve de texto y de cartabón; nos da la vida externa, explicada, justificada e ilustrada por lo interior.
Don Quijote es para Unamuno el espíritu humano que se acrecienta y ensancha en la locura, en el abandono al propio destino, en la búsqueda de la gloria y de la grandeza, y es, al mismo tiempo, el símbolo vivo de su raza, el sucesor y el compañero de aquellos idealistas valerosos y pugnases y de aquellos cristianos místicos y enamorados, que constituyeron, en el pasado, la más verdadera nobleza de España.
Existe un pasaje en el comentario de Unamuno que ilumina singularmente esta repetida identidad. Narra, repitiendo a Cervantes, la manera como nuestro caballero, habiendo dado con algunos mercaderes toledanos, se plantó ante ellos, queriendo que atestiguaran que no existía en todo el mundo mujer más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
«Es ésta -comenta Unamuno- una de las más quijotescas aventuras de don Quijote, es decir, una de aquellas que elevan más alto el corazón de los redimidos por su locura. Esta vez don Quijote no busca contienda para defender a un necesitado o enderezar un entuerto o reparar una injusticia, pero sí en defensa y conquista del reino de la fe. Quería hacer confesar a aquellos hombres, cuyos corazones mercantilizados veían solamente el reino material de las riquezas, que existe un reinado espiritual, redimiéndolos así a todas costas.
«Los mercaderes no se dieron por vencidos a las primeras, y, reacios a los discursos, acostumbrados a lo ambiguo, estiraron la confesión, aduciendo como disculpa el no conocer a Dulcinea». Y aquí don Quijote monta en quijotismo y exclama: «Si yo os la hiciera ver, ¿qué mérito habría en confesar una verdad tan manifiesta? Lo importante es que, sin verla, creáis, confeséis, juréis y sostengáis. ¡Admirable Caballero de la Fe! ¡Cuán profundo es el sentido de tus palabras! Fuiste de tu pueblo -del pueblo español- que bien alcanzó lejanías con la espada en la diestra y en la siniestra la cruz, para hacer confesar a desconocidas gentes un credo que ignoraban…».
Hasta aquí el artículo de G. Papini. A partir de ahora seguimos libremente el hermoso artículo del Doctor Alberto Caturelli (en adelante, AC), «La pérdida del ser y el ‘Occidentalismo’ en el pensamiento de Sciacca», publicado en la Revista Gladius, Año 2, n. 5, Pascua de 1986 (Argentina), pero queriendo resaltar la pérdida del ser y la importancia sin par del quijotismo, con ocasión de los 400 años de la publicación del primer tomo del Quijote en 1605 en Valladolid y el segundo en 1615 en Madrid.
1ª PARTE
II. La pérdida del ser y el «occidentalismo» en el pensamiento de Sciacca[4]
Seguimos libremente el hermoso artículo del Doctor Alberto Caturelli, La pérdida del ser y el «Occidentalismo» en el pensamiento de Sciacca, en Revista Gladius, Año 2, n. 5, Pascua de 1986 (Argentina), pero queriendo resaltar la pérdida del ser y la importancia sin par del quijotismo, con ocasión de los 400 años de la publicación del primer tomo del Quijote en 1605 en Valladolid y el segundo en 1615 en Madrid.
II.1. La pérdida del ser y la anticultura
a. La paideia (=educación) cristiana
El proceso de degradación de Occidente debido, principalmente, al “acto irracional (de la razón) de proclamarse absoluta”[5], ha tenido y tiene consecuencias cada vez más graves.
Por un lado, es la “hora de Cristo” como vía positiva de salvación; por otro, el ahondamiento de aquel acto irracional del hombre que se proclama absoluto, significa que el logos se vacía del ser que es su ineludible objeto y así, la nada o el “aniquilamiento” de la cultura es el resultado que merecemos “por haber perdido la inteligencia del ser y, con ella, los valores de Occidente”.[6]
[Algunas referencias de Cornelio Fabro al pensamiento de Heidegger sobre el olvido del ser: «Encorvada sobre el ente, la metafísica ha olvidado el esse, que es la verdad del ente, y la historia de la metafísica no es más que la sucesión del olvido del esse (Vergessenheit des Seins)[7]»[8]. «La historia del ser comienza inmediatamente y necesariamente con el olvido del ser[9]»[10]. «Heidegger atribuye al olvido del ser por parte de Occidente no sólo los acontecimientos catastróficos de esta primera mitad del siglo, sino también la aparición del “Führer” en el mundo contemporáneo: todo esto sería solidario con la definición del hombre como animal rationale que él viene denunciando con particular energía en los escritos de este segundo post-guerra»[11]. «El destino de Occidente está por lo tanto marcado, según Heidegger, por el creciente “olvido del ser” (Vergessenheit des Seins) y por la distinción entre el ser y el ente (fra l’essere e l’essente). Este proceso de involución, que ha decidido el destino de la verdad en Occidente, habría tenido las siguientes fases: antes que nada, el ser viene presentado como forma-idea (εἶδος, ἰδέα) en Platón; luego la ἰδέα deviene con Aristóteles la forma-estructura, y el compuesto (συνολων) es el todo resultante de μορφή y ὕλη, es decir, el εργων, que está en acto a modo de ενέργεια[12]»[13]. «Hegel y Feuerbach repiten en el siglo XIX las dos posiciones antitéticas y sin salida sobre el concepto de ser que la filosofía esencialista había asumido en el Medioevo tardío, el formalismo abstracto y el nominalismo empirista: Heidegger por tanto encuentra en esto buenas razones para hablar del “olvido del ser” en el cual se ha extraviado la filosofía occidental»[14]. «Heidegger sin embargo reconoce que la ouvsi,a de Aristóteles no ha olvidado del todo el significado del ser como presencia (come presenzialità) porque no deriva el carácter de “sujeto” de la sustancia del esquema lógico de la proposición, es decir de la relación de sujeto y objeto del conocer, sino del acto como evne,rgeia; sin embargo la distinción aristotélica de una primera y segunda ouvsi,a, es decir de una doble esfera del ser (real y lógico), ha preparado, según Heidegger, la distinción de essentia y de existentia, la cual es el signo definitivo del “olvido del ser” (Vergessenheit des Seins) en la filosofía medieval y moderna[15]»[16].
Del mismo modo hay posturas que pueden hacer fracasar la conversión pastoral, según enseña el Papa Francisco, a saber:
- La ideologización del mensaje evangélico (hermenéutica interpretativa fuera del Evangelio) por: a) El reduccionismo socializante (hermenéutica liberal o marxista); b) La ideologización psicológica (hermenéutica elitista ni trascendente ni misionera); c) La propuesta gnóstica (espiritualidad desencarnada); d) La propuesta pelagiana (en forma de restauracionismo).
- El funcionalismo (que cambia el tener por el ser y la cantidad por la calidad).
- El clericalismo (que toma la parte por el todo)[17].
[1] Traducción de A. Caronno; cft. http://www.lanacion.com.ar/671435
[2] Facecia (Del lat. facetĭa).1. f. desus. Chiste, donaire o cuento gracioso.
[3] «‘El Quijote’, elegido como el mejor libro de la Historia», Diario El mundo, España, miércoles 8 de mayo de 2002, Sección Cultura: «La obra de Cervantes ha sido votada por 100 escritores de 54 países».
[4] El 24 de febrero de 1985, se cumplieron diez años de la muerte del gran filósofo católico, Michele Federico Sciacca. El presente ensayo del Doctor Alberto Caturelli constituye un homenaje a su memoria de Sciacca y a la sorprendente actualidad de su pensamiento. La de los dos grandes filósofos son páginas esenciales que no mueren. Utilizamos libremente dicho ensayo. El resaltado con cursiva es nuestro. Cuando incluso está en negrita es porque está en bastardilla en el original. Los corchetes [] son nuestros.
[5] M. F. Sciacca, «I due idealismi», en Studi sulla filosofia moderne, Opere Complete, vol. 20, Marzorati, Milano 1964, p. 29.
[6] M. F. Sciacca, L’oscuramento dell`intelligenza, Opere Complete, vol. 32, Marzorati, Milano 1970, p. 13.
[7] M. Heidegger, Holzwege, Wozu Dichter? p. 252.
[8] C. Fabro, Dall’essere all’esistente, Morcelliana, 21965, p. 350.
[9] Nietzsches Wort «Gott ist tot», in Holzwege, p. 243. Cfr. también: Zur Seinsfrage (V. Klostermann, Frankfurt a. M. 1916) p. 7: el olvido del ser anunciado en el principio de Nietzsche … «dass die obersten Werte sich entwerten» (los valores más altos se devalúan a sí mismos); Wille zur Macht, n. 2, del año 1887.
[10] C. Fabro, Dall’essere all’esistente, Morcelliana, 21965, p. 385.
[11] C. Fabro, Dall’essere all’esistente, Morcelliana, 21965, p. 385, nota 112. Fabro remite aquí a otras páginas de ese mismo libro: 72, 74, 91 y otras.
[12] Heidegger se muestra cada vez más decidido en este diagnóstico: «Die entscheidende Wende in Geschick des Seins als evne,rgeia liegt ins Übergang zur actualitas» («El punto de inflexión decisivo en el destino del ser como evne,rgeia radica en el traspaso de la actualidad»), Der Spruch des Anaximander, in Holzwege, Frankfurt a. M. 1950, p. 342.
[13] C. Fabro, Partecipazione e causalità, Opere Complete 19, EDIVI, Segni 2010, p. 16.
[14] C. Fabro, Partecipazione e causalità, Opere Complete 19, EDIVI, Segni 2010, p. 37-38.
[15] Der Spruch des Anaximander, in Holzwege, p. 324.
[16] C. Fabro, Partecipazione e causalità, Opere Complete 19, EDIVI, Segni 2010, p. 142
[17] El 28 de julio de 2013 con los Obispos del CELAM en Brasil; cfr. L’O.R, La revolución de la ternura, 2/8/2013, p. 15-16.
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