(Publicado en Revista “Palabra”, Madrid, marzo 1974)
–Al conmemorar el séptimo centenario de la muerte de Santo Tomás, surge espontánea, y en primer lugar, la pregunta sobre la vigencia actual del tomismo. Hay quien piensa en él como en un “sistema” cerrado, acabado, esencialmente ligado a los problemas y circunstancias de su época. ¿La obra de Santo Tomás, es realmente un sistema? Y, si su vigencia actual no es la de un sistema, ¿en qué radica principalmente su valor permanente?
–La filosofía y la teología de Santo Tomás no constituyen un sistema. La sistematización de su obra se hizo después y, desgraciadamente hay que decir que el tomismo de escuela no siempre corresponde exactamente a las posiciones auténticas de Santo Tomás, por haber absorbido el polvo de diversas corrientes escolásticas, velando a veces la originalidad de Santo Tomás, con fórmulas que no son de Santo Tomás.
Ciertamente no hay que considerar a S. Tomás como si fuese el punto final, o una especia de arsenal en el que podamos encontrar respuestas ya formuladas para todos los problemas: no es posible; nos separan siete siglos, y la humanidad ha pasado por una inmensidad de experiencias, la cultura ha hecho adquisiciones de todo género; y la ciencia, y la misma reflexión filosófica ha descubierto, por ejemplo, una originalidad de la libertad, que en Santo Tomás está ya apuntada, pero no desarrollada.
Pero el tomismo auténtico –el de Santo Tomás– tiene y tendrá siempre una actualidad permanente. No, como un sistema –el mismo concepto de sistema lo acuño mucho después la filosofía de origen cartesiano–; sino por la actualidad perenne de las dos instancias fundamentales del conocimiento humano, que S. Tomás supo armonizar. Me refiero, concretamente, a esa especie de convivencia, en el tomismo, de lo que podemos llamar la esencia de la trascendencia platónica, con la esencia de la concreción aristotélica. Es decir, la armonía de esa instancia permanente de autonomía, de consistencia del mundo y de la persona, con la aspiración profunda hacia el infinito, hacia Dios, al que se llega a través de la inteligencia y de la libre elección de la voluntad. Es por esta característica especulativa propia –más que por su origen–, por lo que S. Tomás se destaca netamente de las diversas escuelas filosóficas.
ACTUALIDAD
–¿Podría decirse, entonces, que la originalidad de S. Tomás radica en haber elaborado una síntesis entre Platón y Aristóteles, entre dos extremos inconciliables?
–Desde luego creo que el término síntesis puede aplicarse a la filosofía de S. Tomás. Sin embargo, es importante observar que no se trata de una síntesis entre dos extremos inconciliables, se trata más bien de una intuición única de S. Tomás, la del acto de ser, que le permitió descubrir en el aristotelismo exigencias platónicas; y dentro de un cierto tipo de platonismo –neoplatonismo, sobre todo en la línea de Proclo, mediante el De Causis, y del Pseudo–Dionisio y otros escritos famosísimos en el medioevo– exigencias aristotélicas.
No es pues, repito, la síntesis de dos contrarios, sino el descubrimiento –a la luz del ser como acto participado– de la necesaria complementariedad de ambas instancias fundamentales: la consistencia y concreción de lo real, del mundo, de la persona, y la apertura al infinito, mediante la relación de participación.
–Además de esas dos instancias fundamentales, de perennidad indudable, ¿podría indicarnos algún punto concreto en que se manifiesta de modo especial la actualidad de S. Tomás ante las legítimas instancias del hombre y de la cultura de hoy?
–La originalidad, la actualidad y, podríamos decir, la urgencia de la concepción tomista sobre el hombre, quizá nunca se haya presentado tan patente, incluso tan salvífica para la Iglesia y para el mundo contemporáneo, como hoy día. Es bien sabido cómo actualmente, por todas partes, en la sociedad, en la cultura –dentro y fuera de la Iglesia–, el hombre ha sido colocado en el centro de la búsqueda de la verdad. En la Edad Media, el primero que ha afirmado esa centralidad del hombre ha sido sin dudas Santo Tomás. Baste pensar en la lucha contra el agustinismo exagerado de la escuela de S. Anselmo, de la iluminación, y contra el otro enemigo –enemigo declarado de la fe– que era el averroísmo, que afirmaba la unidad del sujeto cognoscente y volente: el intelecto separado. Por el contrario afirmando la consistencia de la inteligencia y de la voluntad libre personal de cada sujeto humano, Santo Tomás ha atribuido enérgicamente a cada hombre la plena responsabilidad de una relación propia, de una relación libre, con Dios.
EL INMANENTISMO
–Es frecuente leer, o escuchar, que el proceso que, en términos generales, puede considerarse iniciado con Descartes y que tiene como momentos más relevantes a Spinoza, Kant, Hegel, etc., es un proceso irreversible. ¿Cabe, a su juicio, una filosofía actual que no acepte ese condicionamiento? ¿cuáles serían las condiciones de autonomía respecto a ese proceso, sin limitarse a ignorarlo?
–La pregunta es muy compleja y procuraré responder con unos pocos puntos principales. En primer lugar, no pienso en absoluto que el proceso del pensamiento moderno sea irreversible. Desde el punto de vista histórico, sí podemos comprobar que la filosofía moderna, en su variedad de corrientes, se ha ido desarrollando, paso a paso, hacia un término que parece inevitable. Además el proceso es inevitable teóricamente una vez aceptado su inicio, es decir, el principio moderno de la inmanencia.
Sin embargo, estoy verdaderamente convencido que podemos tener una filosofía liberada, desanclada de este principio moderno. Se trata de una filosofía que sea continuación de la filosofía que podríamos llamar de la consistencia de la conciencia individual del “hombre ante Dios”, como diría Kierkegaard. Es, pues, la continuación de la intuición original de S. Tomás a la que antes me refería.
Las condiciones de autonomía respecto a aquel proceso yo lo resumiría en dos puntos: en primer lugar, el retorno al principio clásico cristiano de la prioridad del ser sobre el pensamiento; en segundo lugar, la distinción entre inteligencia y voluntad libre. Estas dos condiciones son, en mi opinión, fundamentales para una posición realista, abierta al progreso y a las instancias legítimas del pensamiento moderno.
Es interesante notar que solo admitiendo la distinción entre ser y pensamiento se puede reconocer al pensamiento humano su originalidad y al hombre su originalidad frente al mundo. Y sólo admitiendo la distinción entre intelecto y voluntad, entre intelecto y libertad –hoy día puesta en duda o negada por muchos– puede reconocerse, es más fundamentarse, la consistencia de la responsabilidad. No la responsabilidad de tipo sociológico, la responsabilidad de tipo teológico–idealista, es decir la responsabilidad del Todo, o de la sociedad que nos condiciona por todas partes; no; sino que cada sujeto se asume plenamente la responsabilidad de sus propias decisiones.
–Ha mencionado usted el principio moderno de inmanencia, como un inicio que –una vez aceptado– lleva inevitablemente a un cierto término. ¿Podría explicar cuál es ese término, y la razón profunda de lo inevitable de ese proceso, una vez iniciado?
–Esa razón profunda de lo que he llamado cadencia atea del principio de inmanencia, podría expresarse –muy esquemáticamente– considerando que si, como afirma ese principio, es el pensamiento el que condiciona, el que funda el ser, y si es la autonomía de la conciencia lo único que garantiza el inicio, el desarrollo y el término del proceso del pensamiento, entonces, al final del proceso, no se podrá encontrar otra cosa que esa misma conciencia humana; naturalmente no ya, como en las primeras fases del pensamiento moderno, anclada a un Absoluto formal –substancias en Spinoza; Mónada en Leibniz; Intelecto-Sujeto absoluto en el idealismo–, sino una conciencia dispersa, desintegrada, en el aparecer momentáneo de los fenómenos de la experiencia: es el fin de la filosofía, que abandona al hombre sobre el fluir del tiempo, sin finalidad y sin esperanza.
En otras palabras, si se parte de la posición de una conciencia pura, es decir, de la afirmación de un pensamiento que piensa libremente a sí mismo; una conciencia de la conciencia, que no es conciencia de conocer algo diverso de esa misma conciencia; entonces, es a la conciencia a la que se atribuye toda la consistencia de la realidad, de la entidad. Luego, cualquier otra cosa, para tener consistencia real, no podrá ser más que modificación o producto de la conciencia misma. Entonces, en efecto, no hay lugar alguno para algo que sea absolutamente independiente de la propia conciencia. Todo es conciencia que se afirma a sí misma con libertad pura.
No hay pues lugar para Dios –que es el Santo, el ser separado, el Creador–, y además se pierde, con el ser, la originalidad del hombre, como ya señalé antes.
TOMISMO HOY
–¿Cuál es realmente, a grandes rasgos, la situación actual del tomismo?
–A esta pregunta podría darse una contestación inmediata, y un poco ingenua. Es decir, considerar la situación actual del tomismo como el punto al que ha llegado después de un florido período de desarrollo, que comienza con la encíclica Aeterni Patris de León XIII el 4 de agosto de 1879, hasta el Concilio vaticano II. Pero luego ha venido lo que está sucediendo después del Concilio. Por lo que se refiere a ese primer momento –este primer siglo–, la renovación del tomismo está fuera de duda. Las declaraciones de los sumos Pontífices, desde el punto de vista del Magisterio, y las contribuciones notabilísimas de los últimos estudios critico– históricos, han lleva al convencimiento, a la certeza, de la originalidad de santo Tomás, de un modo como nunca había verificado en los siete siglos precedentes. Se ha puesto de relieve mejor que nunca la neta separación de la metafísica de Santo Tomás respecto a las otras escuelas o familias doctrinales, como la familia agustiniana, la familia franciscana, la misma corriente jesuítica iniciada sobre todo con la segunda escolástica.
Para señalar sólo un punto concreto de ese redescubrimiento de la originalidad de Santo Tomás, citaré el caso de lo que es el núcleo central de su metafísica; la distinción real entre esencia y acto de ser , que en el tomismo de escuela prácticamente se había perdido, al cambiar el par esencia–ser por el de esencia–existencia, como en el suarecismo, como en el escotismo. Con esa pérdida del ser –sustituido por el mero hecho de existir – o existencia –, ya no había ninguna distinción de fondo entre Santo Tomás y las diversas corrientes escolásticas. Y precisamente el redescubrimiento del ser como acto –esse, actus essendi– coloca al tomismo actual en una situación profundamente mejor que en los siglos precedentes.
Después de esta respuesta, digamos, ingenua creo que la pregunta queda aún por contestar. La situación actual del tomismo es difícil de valorar, en cuanto que la gran publicística, también en el campo católico, se ocupa casi exclusivamente de cuestiones, surgidas después del Concilio Vaticano II. En realidad, el Vaticano II –por primera vez en un concilio– ha indicado a Santo Tomás como maestro de la investigación teológica, pero de esto no se ha hablado para nada en el postconcilio. En realidad en estos años ya se ha hecho algo, sobre todo en el ámbito de las Universidades civiles. Recuerdo con particular agrado el Congreso de la American Philosophical Association celebrado en Denver (Colorado) en 1966. Me llamó profundamente la atención la numerosísima participación de profesores laicos y su franca adhesión al tomismo. Sin ánimo de ofender a nadie, debo decir que en esa ocasión hubo oscilaciones y afirmaciones muy discutibles acerca de S. Tomás: y todas provenían de ciertos sectores eclesiásticos, no de los laicos que se remitían a un S. Tomás directamente estudiado con seriedad, sin el peso embarazoso de escuelas y tradiciones y sin particulares intereses históricos que defender. Pero de esto, y de otras realidades semejantes, la publicística no se ocupa.
Por tanto, y para concluir, diría que el tomismo actual bajo cierto aspecto –como tarea, como instancia– se encuentra en condiciones incluso mejores que en otras épocas. Pero, en realidad, todavía se está esperando la buena ocasión –ojalá lo sea este séptimo centenario de la muerte de Santo Tomás– para que sea realizada, actuada, la recomendación del Concilio.
EL SER
–Se ha referido usted al redescubrimiento del ser, en la filosofía de santo Tomás, ¿podría indicarnos en qué radica la originalidad y la importancia filosófica y teológica de la concepción tomista sobre el ser?
–La originalidad de la concepción tomista genuina sobre el ser se deriva de aquella intuición de S. Tomás, a la que antes me refería, que supo descubrir en el aristotelismo exigencias platónicas, y en el neoplatonismo exigencias aristotélicas. Concretamente, S. Tomás supera la relación, o tensión, aristotélica entre acto y potencia, de modo que el acto no es intrínsecamente informante –como para Aristóteles–, sino que el acto es constitutivo de sí mismo, de su emergencia sobre cualquier potencia. Y he aquí la conquista de S. Tomás: mientras toda forma, en cuanto forma, remite a un sujeto al que informa, en cambio, el acto de ser –que es acto de todos los actos y forma de todas las formas– informa los actos, no las potencias; las potencias son informadas por las formas –actos formales–, y las formas –también la forma angélica y las del alma– en cuanto formas son a su vez potencia respecto al acto de ser. Y éste es el descubrimiento que anticipa la instancia moderna de que el acto no puede ser más que acto, y que la libertad –en cierto modo– no puede fundarse más que en sí misma, en cuanto que la voluntad misma es el principio que mueve la actividad de toda la persona, también de la inteligencia.
Es sabido que, dentro del pensamiento moderno, es sobre todo Heidegger, quien ha intentado una recuperación del ser. El ser de Heidegger, en efecto, como ya el ser de S. Tomás, no es ni fenómeno, ni noumeno, ni substancia, ni accidente: es acto, simplemente. Pero mientras el ser heideggeriano es puesto en el fluir del tiempo por la conciencia humana, el ser de S. Tomás expresa la plenitud del acto por esencia (Dios) o que reposa en el fondo y raíz de todo ente, como la energía primordial participada que lo constituye a partir de la nada.
La importancia filosófica y teológica de este redescubrimiento del ser es imponente. No es posible aquí desarrollar ni siquiera sumariamente los diversos aspectos de esa importancia, porque fuera del ser no hay nada: el ser lo abarca todo. Por enumerar sólo algunos ejemplos, piénsese en ese estar de Dios en el mundo, en cada criatura: el ser como actus essendi participado es lo que permite descubrir que la fórmula tomista, per essentiam, per potentiam, per praesentiam expresa en su vértice supremo, con la suprema quietud del absoluto penetrado en lo finito, la suprema dependencia que lo finito tiene de lo Infinito. Considérese también la consistencia de lo real: el esse es el acto, sin añadidura; en las cosas finitas, en la naturaleza y en el alma. El esse es el acto actuante y, por tanto, el siempre presente y presentificante: mientras la presencia del presente heideggerana es una denominación fenomenológica, el esse tomista es el singular y propio acto metafísico de toda concreción. Las implicaciones teológicas de esto, y de otros muchos aspectos, son patentes. Baste recordar, por ejemplo, la teología del misterio de Cristo, en la que S. Tomás alcanza una profundidad admirable por medio de la consideración de la unidad del ser en Cristo, y así la unicidad divina de su Persona.
EN EL CONCILIO VATICANO II
–Antes dijo que ojalá el séptimo centenario de la muerte de S. Tomás fuese esa “buena ocasión” para poner en práctica la recomendación del Concilio Vaticano II de tener al Santo como maestro de la investigación teológica. ¿Qué desearía usted para una digna conmemoración de este centenario?
–Deseo lo que desea la misma Iglesia; lo que desean todos los que buscan la verdad. Son mucho hoy día los que andan buscando una orientación en la Iglesia, en medio de este entrecruzarse de opiniones contrastantes, de conflictos, tanto en el campo dogmático como – sobre todo– en el terreno moral, y también en el filosófico. En ciertos momentos se tiene la impresión de que no hay ninguna diferencia entre lo que se ha llamado filosofía cristiana y el pensamiento de cualquier corriente contemporánea. Este es el problema profundo, un problema de estructura de pensamiento; y tengo la impresión de que muchos de los que hoy escriben de filosofía y teología lo tienen poco en cuenta. El problema no es que de una parte exista la filosofía y de otra parte exista la teología: existe una tarea de la filosofía, que es distinta de la tarea de la teología; pero la persona humana es una, es completa, de modo que la orientación de la teología está condicionada por la orientación de la filosofía. No se trata de escoger a priori una filosofía, de acuerdo con la teología que se haya elegido, porque entonces el círculo es vicioso: hay que buscar la verdad, y esta se funda en el ser. He ahí entonces la importancia de estudiar los grandes clásicos del pensamiento, y seguir el curso real de la humana adquisición de la verdad. Hay que estudiar directamente en las fuentes, y no proceder – como con frecuencia se oye– con generalidades. : “la filosofía moderna ha dicho…”, “la filosofía moderna ha demostrado…”,”la filosofía moderna…”: no existe una filosofía moderna en abstracto, y como si fuese el pensamiento de un universal “hombre de hoy”. No hay que contentarse con frases genéricas: “la escolástica ha dicho…”,”la teología ha dicho…”: hay muchas corrientes entre los escolásticos, y no se puede ni siquiera decir “el tomismo dice, enseña…”, porque, como decía al principio, el tomismo de escuela no responde siempre a las posiciones auténticas de S. Tomás.
Antes que en celebraciones festivas, una digna de conmemoración del centenario debería ser ocasión para una renovación de la seriedad científica del trabajo filosófico y teológico en la Iglesia.
Me refería antes al redescubrimiento del ser. En esa línea debería ir esa renovación del estudio. Y otro tanto se podría decir – y en esto la investigación debe profundizar más aún– por lo que se refiere al tema de la libertad. En S. Tomás se encuentran expresiones que a veces dejan un poco en suspenso, como cuando dice que la bienaventuranza consiste en la voluntad secundum quid y en el intelecto simpliciter; es decir, como si pusiese como función primaria el conocimiento, y como función secundaria el amor, la caridad. En realidad, el mismo S. Tomás, en otros contextos, integra esa legítima concepción aristotélica, en el sentido de afirmar que la Causa primera es el Bien, que es el objeto de la voluntad. Después, afirma categóricamente que la voluntad es la facultad de toda la persona, por tanto que mueve todas las acciones de la persona, también a la inteligencia: es facultas personae. Y después, sobre todo, que la virtud de la caridad –el amor mismo en el orden natural, la caridad en el mundo sobrenatural– es el primer motor de la vida del espíritu. He aquí un punto que el tomismo debería profundizar, y desde esta perspectiva debería ser avistado, afrontando, el mundo contemporáneo. Pero no pasándose con armas y equipajes a los principios del pensamiento moderno, que ha desintegrado la conciencia humana –y vivimos ahora en esa desintegración–, sino haciendo converger esta instancia de salvación en la libertad hacia el interior de la originalidad del espíritu humano, que S. Tomás ha sabido afirmar mejor que nadie; más que el mismo S. Agustín –a pesar de lo que muchos creen–, más que Kant y más que Hegel.
Para terminar, diría que –como he escrito más de una vez– no se trata de remozar un tomismo de frases hechas, de fórmulas que simplemente se repiten, sino de un tomismo esencial, de profundización en los principios, y por eso dinámico y abierto a todas las aspiraciones y problemas válidos de cualquier tiempo. En los siete siglos que nos separan de la muerte de S. Tomás –defensor intrépido del valor del conocimiento y de la dignidad del espíritu humano–, el mundo ha cambiado varias veces de figura exterior e interior, y ahora atraviesa sin duda una de las transformaciones más decisivas de la historia. Es necesario afrontar esta época con una altísima idea de la dignidad de cada hombre y con una firme convicción de las posibilidades de su mente, que tiene como tarea fundamental el descubrir en la naturaleza los signos de la inteligencia divina, y de reconocer en la historia las fases del plan divino de salvación por la redención del pecado y la victoria sobre la muerte.
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