Introducción a “Las criaturas espirituales”

INTRODUCCIÓN

Carácter y contenido de la obra

La obra de las Criaturas Espirituales recoge una cuestión disputada probablemente en Italia entre los años 1267 y 1268. Así como la crítica histórica considera sin reticencias que se trata de una obra auténtica de Santo Tomás, no hay ninguna evidencia que permita afirmar con igual seguridad el lugar y la fecha de su composición. Se trata, sin duda, de un escrito surgido en medios académicos, y no pudo ser elaborado durante los primeros años de su docencia en París (1256-1259), pues en el artículo 3 cita el comentario de Simplicio a las Categorías de Aristóteles, que fue traducido por Moerbeke en marzo de 1266, y en el artículo 10 el comentario al De anima de Temistio, terminado de traducir también por Guillermo de Moerbeke en noviembre de 1267. Incluso en manuscritos antiguos aparece como cuestión «disputada en Italia», de donde Tomás salió para París en diciembre de 1268 para permanecer allí hasta 1271, ocupado de nuevo en la docencia universitaria y en la redacción de importantes obras. Fijándonos en el modo de refutar las teorías averroístas de la unidad del entendimiento posible (contenido del a.9), tenemos la impresión de estar ante una obra previa al De unitate intellectus, de 1270. Incluso el conjunto de la obra parece un paso previo a la angelología y antropología que se desarrollan en la primera parte de la Suma de Teología, que había sido concluida ya a finales de 1268, cuando marchó para París. Todo esto no impide que su publicación definitiva se haya realizado en la ciudad francesa. En sus librerías se vendió como obra del Aquinate. Incluso hay un pasaje (a.9 ad 10) en el que se lee una muy explícita referencia al Sena, que invita a pensar que fue escrita en sus proximidades o, al menos, pensando en lectores parisinos.

El conjunto de la obra se divide en 11 cuestiones o artículos, estructurados de acuerdo con el modo establecido entonces para las discusiones universitarias: primero se formulan las objeciones a la opinión defendida, se añaden unos pocos argumentos en contra de esas objeciones, para pasar a la solución magisterial y terminar con la respuesta a las objeciones iniciales. El primer artículo trata un problema fundamental para entender el resto de la obra: cómo se relacionan la materia y la forma con las sustancias espirituales. Muchos sostenían un hilemorfismo universal, que afirmaba que todas las criaturas constaban de materia y forma. Esta postura tenía su origen en la obra Fons vitae de Avicebrón (Ibn Gabirol) y fue comúnmente aceptada por la escuela franciscana, San Buenaventura incluido. Santo Tomás sostendrá que en toda criatura hay una composición radical de potencia y acto (esencia y existencia), pero en las espirituales no se da materia propiamente dicha.

Los tres artículos siguientes (2-4) estudian el alma humana como sustancia espiritual unida a un cuerpo, aunque separable. En el segundo explica cómo el alma humana puede ser forma sustancial de un cuerpo orgánico, precisamente por carecer ella de materia. En el siguiente rechaza la pluralidad de formas sustanciales, pues piensa que si una produce ya la sustancia, las demás sólo pueden ser accidentes. Otra consecuencia de la espiritualidad radical del alma es que puede estar toda entera en cada parte del cuerpo, pues, por no tener materia, carece de extensión y no está limitada en el espacio.

A partir del artículo 5 y hasta el 8, estudia diversos aspectos de las sustancias espirituales carentes de cuerpo, es decir, los ángeles. Su existencia, postulada por la fe, era exigida también por la cosmovisión de Aristóteles (a.5), por eso tendrá que explicar cómo ejercen de motores de los cuerpos celestes (a.6). El artículo 7 es muy breve y niega que los ángeles puedan tomar cuerpos aéreos, como sugería una tradición que se remontaba a San Agustín. Para Santo Tomás, no tiene mucho sentido que los espíritus lleguen a animar un cuerpo de esas características, pues no aportaría nada a los espíritus un cuerpo de un único elemento, que no puede ser orgánico. La radical espiritualidad de los ángeles defendida por el Aquinate le llevará (a.8) a defender que cada ángel difiere específicamente de su semejante. El principio de individuación está asociado a la materia, por eso los seres que carecen de materia no pueden individualizarse más que con la diferencia específica, es decir, constituyendo cada uno de ellos una especie.

Los artículos finales vuelven a centrarse sobre la antropología. Comienza con dos temas muy debatidos entonces: el de la unidad de los entendimientos. En los años 60 del siglo XIII había surgido en París el llamado averroísmo latino, que defendía que la potencia intelectiva realmente conocedora, el entendimiento posible, era único para toda la especie humana. Se apoyaban en la autoridad del Comentador de Aristóteles por excelencia, de Averroes, en versión latina. Tomás, como también Alberto Magno, se opuso decididamente porque pensaba que era «fácil ver que esta postura es contraria a la fe, pues suprime los premios y los castigos de la otra vida». Pero no basta una oposición fundamentada en la fe para responder a planteamientos de naturaleza filosófica, sólo puede satisfacer a la razón una sólida argumentación puramente racional. Dicho con sus palabras: «Debemos demostrar que ese planteamiento es de suyo imposible mediante los principios verdaderos de la filosofía» (a.9).

Sus argumentos son tres. Primero, porque es imposible que una misma virtud sea a la vez fuente de actividades distintas; pero si dos hombres conocen una misma verdad a la vez y con el mismo entendimiento, tendríamos una única acción. Sería como si dos de nosotros viéramos la misma cosa con el mismo ojo: no habría dos actos de ver, sino uno solo. El segundo argumento se basa en la imposibilidad de que aquello que proporciona la especie a los individuos humanos sea numéricamente único para muchos, pues en ese supuesto no habría más que un solo individuo; y lo que nos hace racionales es precisamente la facultad de entender… Finalmente, si el entendimiento posible, con el que propiamente entienden los seres humanos, fuera único, no necesitaría imágenes sensibles para adquirir los conceptos, porque ya llevaría siglos entendiendo, lo habría visto todo, y sería absurdo que una inteligencia separada necesitara el concurso de entes de naturaleza inferior, además.

Termina la cuestión, en el artículo 11, desarrollando un problema que hoy nos parece algo lejano y típicamente escolástico: sí las potencias del alma se distinguen realmente de su esencia. El mismo San Buenaventura[1] pensaba que era una cuestión que tenía más de curiosidad que de utilidad, pues cualquier solución era indiferente para la fe y las costumbres. La identificación de las potencias anímicas con la esencia del alma tenía una tradición venerable, que arrancaba de San Agustín, estaba recogida en las Sentencias del Maestro, Pedro Lombardo, y tenía la intención de explicar la imagen de la Trinidad en el alma de un modo que superara el nivel simple de los accidentes. Pero para una mente especulativa y rigurosamente ordenada según criterios aristotélicos, como la de Santo Tomás, esta unificación planteaba muy serios problemas teóricos. El primero, que identificaría en las criaturas el ser y el obrar, algo que sólo es admisible en la simplicidad divina. Además, las potencias se diferencian por sus objetos, por eso son muchas, mientras que la esencia del alma es sólo una. Y esta diferencia es muy acusada, pues las vegetativas y sensitivas necesitan el cuerpo para actualizarse, mientras que el entendimiento y la voluntad trascienden el cuerpo. Además la experiencia nos testifica que unas potencias mueven a otras, la razón actúa sobre el irascible y el concupiscible, el entendimiento sobre la voluntad. Si todas se identificaran con la esencia del alma, constituirían una unidad tan perfecta, que esta interacción de las potencias estaría en contradicción con el principio de causalidad aristotélico.

Nuestra edición

El texto latino aún no ha sido publicado en la edición Leonina, por lo que carecemos de un texto crítico rigurosamente establecido. Hemos recogido el publicado por L. W. Keeler, última edición crítica, que mejora las ediciones impresas hechas hasta entonces, pero que se complementa únicamente en cinco manuscritos vaticanos. Lo hemos seguido contrastándolo con las ediciones últimas. Cuando nos encontramos con variantes significativas, nos hemos inclinado por la forma más atestiguada en los manuscritos, menos en una ocasión (en la respuesta del a.2), en que hemos seguido la forma sugerida por Keeler, aunque se aparta de la tradición manuscrita cotejada en su edición y de la impresa, pero aclara mucho el texto, como se indica en su lugar. Este modo de proceder nos ha permitido eliminar algunas erratas de la edición que hemos adoptado, son las variantes respecto a las ediciones que no están reflejadas en el aparato crítico. Así, el texto que presentamos sólo tendrá erratas propias. Nos hemos esforzado porque fueran las mínimas que exige la humana fragilidad.

En nuestras notas omitimos las referencias a los manuscritos y ediciones que ofrecen alguna variante respecto al texto recogido, porque no hemos cotejado los manuscritos y pensamos, además, que la próxima edición Leonina mejorará notablemente esas referencias.

Para la versión española hemos intentado una traducción rigurosa y legible. Pero hay que tener en cuenta que se trata de un texto académico, de una disciplina que tenía un vocabulario muy elaborado y algo distante del nuestro. Una traducción rigurosa, que respete escrupulosamente los términos técnicos, puede producir una primera impresión poco amistosa, pero puede ser de mucha mayor utilidad para el estudioso.

Aun pensando que nuestros lectores ya tendrán alguna familiaridad con el pensamiento medieval cuando se enfrenten con estas páginas, quizá no sobre explicar algunos de los términos que aparecen reiteradamente en el texto y tienen un significado muy distinto del que les damos habitualmente. Esta explicación puede ser especialmente útil para quienes comienzan estos estudios y, en atención a ellos, intentaremos ser breves, aunque esto implique prescindir de algunos matices que podrían parecer demasiado sutiles para comenzar.

Una palabra que aparece muchísimas veces es razón (ratio) y la hemos mantenido repetidas veces. En castellano tenemos muchos sinónimos, pero como en latín también, hemos preferido traducir el sinónimo cuando está en el texto original, y dejar razón en los demás casos. Sólo hay una excepción: razón incluso en español significa en ocasiones razonamiento o argumento. En las respuestas a los argumentos aparece alguna vez con esa acepción, en esos contados casos hemos elegido argumento, porque resulta una expresión más clara y es del todo exacta. Razón podría resultar un término ambiguo en ese contexto. Pero ratio tiene en el latín escolástico varias acepciones más que las que reflejan nuestros diccionarios para razón. Como muchas de ellas están muy emparentadas, hemos optado por llamarlas a todas con la misma palabra, razón, cuando la claridad lo permitía. Las principales acepciones de ratio, que no tenemos habitualmente en razón son las de definición; normalmente se refiere a la esencial, por lo que también puede significar esencia. Así encontraremos: pertenece a la razón de género, es decir, a la definición de género; a la razón de animal, es decir, a su definición o esencia. Optar siempre por el término específico castellano, podría darnos un texto más fácil de leer, pero en ocasiones algo desvirtuado, porque esa expresión nuestra tan precisa carecería de las resonancias que tiene el término común. Además, Santo Tomás también emplea definitio y essentia, cuando lo juzga conveniente.

Quizá sea oportuno recordar que en este texto las palabras género y especie son términos lógicos en el 90 por 100 de las veces que las encontramos. Las pocas en que la palabra género podría significar linaje o familia, hemos mantenido el término común original, pues de esa acepción deriva. Las especies del conocimiento (sensitivas o intelectivas), que aparecen tantas veces, son los contenidos del conocimiento que reflejan algo (esas especies al menos derivan de la misma raíz que espejo). La palabra virtud pocas veces tiene en este escrito el significado moral, predomina el operativo. Quizá lo más chocante para quien desconoce el lenguaje escolástico sea encontrarse en este contexto con la palabra fantasma. Un fantasma aquí es simplemente el contenido de la fantasía. Lo mismo que la imaginación tiene imágenes, la fantasía tiene fantasmas. Santo Tomás prefiere en esta obra emplear fantasma, porque es término técnico. Si dijera imagen, tendría que añadir alguna determinación (imaginada, de la imaginación…), porque hay imágenes hasta de piedra.

Ediciones

Hay noticia de una primera edición, sin referencia de lugar ni de fecha, aunque se supone que de alrededor de 1475. Habría aparecido en un volumen junto con las cuestiones De potentia y De malo. Hacia 1480, probablemente en Venecia y de la mano de Philíppo Veneto, ha aparecido de nuevo asociada además a las cuestiones De anima, De unione Verbi incarnati y De virtutibus in communi, De caritate, De correctione fraterna, De spe, De virtutibus cardinalibus. Se trata de una edición muy cuidada, que sirvió de base para las posteriores. En 1500 se publicaron dos ediciones, una de J. Winkel, en Estrasburgo, y otra de Teodorico de Suteren en Colonia. En Venecia aparece de nuevo en 1503 y 1555. En Lyon y en París en 1557. En Amberes en 1569. El mismo año vuelve a editarse en Lyon, con el texto que será recogido en la edición de Roma (1570) y que con muy pocas correcciones se repetirá en todas las ediciones posteriores de las obras completas. Sería prolijo repetir las numerosas veces que ha salido de la imprenta formando parte de las distintas ediciones de las obras completas hasta nuestros días.

En volumen aparte y con edición crítica fue publicada por León W. Keeler (Roma, Universidad Gregoriana, 1937). Proporciona el texto más crítico disponible hasta el momento, aunque está basado únicamente en el cotejo de cinco manuscritos conservados en el Archivo Vaticano. Parece inminente la publicación en la Edición Leonina, donde la encontraremos con un texto críticamente más depurado y unas introducciones exhaustivas.

TRADUCCIÓN, INTRODUCCIÓN Y NOTAS DE ÁNGEL MARTÍNEZ CASADO

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[1] In II Sent. d.24 p.559.

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