INTRODUCCIÓN
Sto. Tomás dedicó una de sus primeras disputas magisteriales durante su docencia en París a discutir las ideas filosóficas presentes en el sugestivo tratado de S. Agustín sobre El maestro. Las cuestiones que llevan el número 8 a 20 dentro de la colección denominada De Veritate fueron disputadas por el nuevo maestro en el segundo año de su docencia magisterial (1257-1258) y de ellas la número 11 corresponde a la titulada De Magistro. Tenemos, pues, en las manos uno de los primeros escritos de su magisterio en teología y anterior, en consecuencia, a la exposición del mismo tema que se encuentra en el artículo primero de la cuestión 117 de la Suma de Teología. La función magisterial se cumplía por entonces de dos modos. Uno, el ordinario, en que el maestro iba desgranando a sus alumnos su comentario, de una manera sistemática y continuada a lo largo del curso y sirviéndose de un bachiller bíblico; y otra, en forma de disputas públicas, con participación de toda la academia y sobre cuestiones candentes elegidas, por el mismo maestro y en fechas anunciadas con la debida antelación. Este es el origen de las cuestiones disputadas.
La presente cuestión no ha suscitado el interés de los estudiosos de Sto. Tomás hasta tiempos recientes y, equivocadamente, se creyó que era una mera apostilla del tratado de S. Agustín. Sólo en nuestros días se han fijado algunos conocedores del pensamiento medieval en la originalidad de este escrito y lo han puesto al alcance del lector moderno, mediante traducción a idiomas modernos y con las oportunas explicaciones. Así se han difundido varias traducciones italianas[1] y alguna inglesa[2], francesa[3], alemana[4] y española[5].
El tema nuclear de la cuestión es definir las estructuras mentales que operan en la acción docente entre maestro y discípulo. Es una investigación doctoral sobre en qué consiste la causalidad docente del maestro sobre el discípulo y las dimensiones de la inteligencia que la posibilitan. Aunque su título pudiera hacer creer que estamos ante un tratado de didáctica o, quizás, de las cualidades morales de que debe estar dotado un maestro, el plano de sus razonamientos es bien distinto. Se parece más bien a lo que hoy llamaríamos una cuestión de teoría pedagógica o de filosofía de la educación. Al menos, en este nivel se mueven los dos primeros artículos, que marcan la pauta de la cuestión.
El problema se plantea como esclarecimiento de un texto evangélico, donde se transmite el precepto de «No os dejéis llamar “Rabbi”, porque uno solo es vuestro Maestro» (Mt 23,8), que figura al frente de la explicación de Sto. Tomás, pero que también es el programa del opúsculo de San Agustín, como él mismo reconocía al final de su vida: «Por aquel tiempo escribí un libro titulado De Magistro, en el que se discute, se cuestiona y demuestra que no hay ningún maestro que enseñe la ciencia al hombre, sino sólo Dios, conforme a lo que se nos dice: Uno solo es vuestro maestro, Cristo»[6]. Pero el precepto evangélico parece ser sólo la excusa, desde nuestro modo de leer la Sagrada Escritura, para plantear un problema de hondura filosófica y de acuciante actualidad en los medios académicos en que se iniciaba Sto. Tomás. El concepto de las «auctoritates» que estaba en el origen de toda disquisición teológica, nos es hoy bastante lejano y, por ello, el texto bíblico nos parece ser más un pretexto para plantear un problema de teoría del conocimiento que una cita bíblica, cuyo sentido literal o histórico hubiera que desentrañar.
Por tratarse de una cuestión dictada al inicio de su magisterio, se ciñe mucho al texto de San Agustín, sobre el que se plantea la disputa. Las demás opiniones referidas guardan relación con el texto agustiniano, sean porque lo desvirtúan o contradicen, sea porque abundan en su línea. Se puede afirmar, sin temor de errar, que la cuestión defendida por el joven maestro era una revisión y un esclarecimiento de las ideas transmitidas en el tratado De Magistro del obispo de Hipona.
El escrito De Magistro de San Agustín
Esta obra fue escrita en Tagaste, en el año 389. Está concebida a modode diálogo con su hijo, Adeodato, que entonces tenía 16 años y que falleció poco después. Tras su vuelta de Roma y decidido a emprender una vida de retiro, Agustín no olvidó continuar la instrucción literaria de su hijo. En este diálogo se plantean los temas del valor del lenguaje y de sus capacidades para generar la ciencia en el discípulo. Los temas discutidos son mera antesala de la enseñanza moral y religiosa, que es a donde principalmente el retórico Agustín desea conducir a su hijo, pero es necesario detenerse en estos temas previos. Por lo demás, la obra no tiene un desarrollo sistemático preestablecido. Las cuestiones van surgiendo con el fluir mismo del diálogo y la sugestión de las imágenes usadas. En general, el diálogo se centra en cuestiones epistemológicas sobre la enseñanza: ¿Qué es el aprendizaje? ¿Cuáles son las facultades que lo posibilitan? ¿Lleva el lenguaje al conocimiento de la verdad? ¿Causa el maestro la ciencia en el discípulo?
La obra consta de 14 capítulos. Los temas tratados son: 1) el ser del lenguaje (cap. I-II); 2) teoría de los signos, su necesidad y su limitación (cap. III-X); 3) ¿Quién es el verdadero maestro? (cap. XI-XIV).
Son tres las principales doctrinas allí expresadas. La primera, es el innatismo de las ideas. Los conocimientos están precedentemente en nuestra inteligencia, antes de que la conciencia los reconozca. Fueron infundidos en nuestra mente, al ser creada, como semillas sembradas por la sabiduría divina. Están larvados, como esperando que alguien nos haga tomar conciencia de ellos. El alma, como imagen de Dios, conlleva unas verdades eternas, de las que si alguien se las activa, se recuerda porque se encontraban virtualmente en ella. La memoria es, por tanto, una facultad de conocimiento de lo pasado, pero también de las verdades eternas sembradas en la mente fuera del tiempo. La educación es el proceso por el que unas cosas latentes salen a luz y se hacen conscientes y claras. Y, en ese sentido, se asimilan a verdades recordadas y su presencia actual es una reminiscencia. Dice, a este propósito, al comienzo de la obra: «Establezco dos motivaciones del lenguaje; hablamos, en efecto, o para enseñar o para hacer recordar a otros o a nosotros mismos»[7]. La función del maestro es dirigir el proceso de aparición de esos conocimientos y juzgar de su verdad.
La segunda es la necesaria mediación de los símbolos y las palabras en toda docencia. Todo lo que sabemos nos llega a través de los sentidos, pero ellos en sí no son la verdad, sino una representación simbólica de la verdad eterna. Por tanto, el hombre tiene que ir más allá de los símbolos, para alcanzar la verdad. Nuestro conocimiento por los sentidos está mediatizado por el lenguaje. Las palabras no son más que signos de las cosas reales y muy ineptos, por cierto, para transmitir la realidad proteica de las cosas. Su función es más bien evocar en la conciencia del individuo un tipo de imágenes similares a las formas reales. Pero es sólo el individuo el que, mediante esa evocación, percibe la verdad universal. Siendo las palabras meros signos que nos hacen recordar las cosas, no puede atribuírseles ser causa de la ciencia del discípulo, que es un razonamiento de la mente y no un mero signo de las cosas. Se requiere, en consecuencia, atribuir la ciencia a una percepción interna de la verdad por la mente, y no a un maestro externo que nos informa con signos. Y tal verdad interna no es otra que Cristo, quien como verdad inmutable y eterna, es el inspirador de toda sabiduría que hay en nosotros: «Entendemos las cosas, no indagando las palabras externas que nos hablan, sino escuchando interiormente la verdad que reina en el espíritu; las palabras externas sólo nos incitan a escuchar el interior. Y esa verdad que es escuchada y que enseña, es Cristo que habita en el hombre»[8]. De este modo, la función del maestro se deprecia en comparación a la función del entender interior del discípulo, en donde se consuma y cumple el conocimiento de la verdad.
Y la tercera es la teoría de la iluminación. La percepción de la verdad se atribuye, en última instancia, a la iluminación divina de la mente del discípulo. La cosa conocida es superior a los signos y palabras que nos sirven para conocerla. Y la verdad conocida y enseñada es, en última instancia, Cristo, que habita en nuestra alma. A esa verdad es a la que se vuelve el discípulo cuando conoce la verdad y es la que el maestro ha intentado enseñar, no sus propios pensamientos. El discípulo, una vez que ha sido interpelado por la enseñanza del maestro, «entonces considera consigo mismo si el maestro dijo cosas verdaderas, examinando, según su capacidad, la verdad interior que en él hay. Es entonces cuando aprende. Y cuando ha reconocido interiormente la verdad de lo enseñado, suele alabar a su maestro, desconociendo que elogia a un enseñado, no a un doctor… Se engañan los hombres en llamar maestros a quienes no lo son, quizá porque, tras oír la palabra del profesor, aprenden la verdad interiormente, y creen equivocadamente que se lo deben a la palabra exterior del docente»[9].
Es la luz divina la que nos permite comprender los objetos recibidos por las palabras y símbolos. La luz divina pone a nuestro alcance las verdades eternas y necesarias, porque es Dios quien conserva e ilumina nuestra inteligencia. La verdad está en lo interior del hombre y es un destello de la verdad divina. El discípulo aprende esa verdad impresa en su interior por la iluminación divina. Y también el maestro enseña aquello que él conoce en su mente iluminada. La verdad del maestro y la del discípulo son causadas, ambas, por la luz divina. Y, por tanto, es incorrecto atribuir la causalidad de la ciencia del discípulo al maestro, cual si éste trasvasara, mediante la enseñanza, su verdad a la mente limpia del discípulo: «A quien ve las cosas verdaderas, yo no le enseño algo con mis verdades, pues él aprende, no por mis palabras, sino por las mismas cosas que Dios le muestra en su interior»[10].
El diálogo da la primacía a todo el proceso de interiorización del conocimiento sobre los instrumentos y símbolos del aprendizaje. El término del conocimiento está por encima de los signos y palabras que nos lo facilitan. El maestro exterior es mera ocasión de una actividad divina, cual es la iluminación que el Verbo genera en nuestra inteligencia. En el conocimiento de la verdad se cumple un encuentro con Dios y su verdad infinita en la intimidad del espíritu. No puede decirse que la verdad pase del maestro al discípulo, sino que pasa de Dios a una mente activada por la luz divina y reveladora de un conocimiento latente en ella, ahora recordado por el instrumento de las palabras y signos proporcionados por el maestro. La obra se concluye con estas palabras: «En otro tiempo discutiremos, si Dios lo permite, sobre la utilidad de las palabras, que en verdad no es pequeña. Pero hoy te he amonestado a no darles más importancia que la que les conviene, para que así comencemos a entender con cuánta verdad está escrito por la autoridad divina que no llamemos a nadie en la tierra maestro nuestro, puesto que hay un solo maestro en el cielo»[11].
La disputación académica De Magistro de Sto. Tomás
El diálogo escrito por el obispo de Hipona es el punto de apoyo de la disputa académica de Sto. Tomás, en la que expone su pensamiento acerca de los mismos problemas de la teoría del conocimiento que habían dado lugar al primero. Era inimaginable que un maestro en teología tratara de corregir o distanciarse algo de las ideas expresadas por S. Agustín.
Pero Sto. Tomás, a pesar de su juventud, ya tenía por estas fechas pergeñadas las líneas de su pensamiento sobre la teoría del conocimiento y de la causalidad instrumental y no podía ocultarlas en un momento tan importante como una disputa pública ante la asamblea universitaria. Su pensamiento, por tanto, será expresado a modo de un comentario y explicación de la «auctoritas» de San Agustín, pero el lector moderno percibe que sus explicaciones están bastante alejadas del espíritu y la letra del diálogo agustiniano.
Como no podía ser objeto de controversia el texto agustiniano, la exposición se hace en confrontación con doctrinas filosóficas vigentes en la universidad en aquellas décadas y que, si bien se presentaban como continuadoras del agustinismo, eran en propiedad corrupciones suyas.
El maestro en teología define la actividad docente respecto a la instrucción y aprendizaje del alumno en confrontación con dos doctrinas vigentes en su tiempo. La primera propugna que la producción de la ciencia acontece en una inteligencia superior, de la cual fluye a la nuestra. No sería el discípulo quien aprende, sino una inteligencia superior, cuyas especies inteligibles serían infundidas en la mente del discente. Sto. Tomás cita como autor de esta doctrina a Avicena. Su Metafísica tuvo un influjo muy generalizado en la primera mitad del siglo y sus seguidores se caracterizaban por mezclar su inspiración aristotélica con elementos platónicos. Las formas inteligibles emanarían de Dios a través de la creación de una primera inteligencia, que se expandiría sucesivamente en inteligencias celestes y terrestres, hasta llegar a la inteligencia individualizada de los hombres. La inteligencia creada que contiene virtualmente todas las formas inteligibles (el equivalente del «entendimiento agente») sería el propulsor fundamental de todo conocimiento, mientras que las especies sensibles externas serían sólo condicionamientos o preparación es para el conocimiento, que sólo sería efectivo al actualizarse las formas universales inteligibles. Esta idea, cuya dependencia platónica denunció el mismo Sto. Tomás[12], echa por tierra el único origen sensitivo de todo conocimiento humano. En parte, esta opinión se solapó con la idea agustiniana de la iluminación interna, que sería la efectiva realización del entendimiento agente y que se identifica con la acción directa de Dios en nuestra mente, infundiéndola las imágenes de las cosas.
Cuando el maestro Tomás volvió a estudiar este tema en la Suma de Teología, presenta esta misma doctrina bajo el patrocinio de Averroes, que la expresó de una manera más rígida y con mayor éxito que Avicena. Desde luego, se trataba de una doctrina muy virulenta en la Facultad de Artes de París y al joven maestro de la teología le apremiaba refutarla, pues era una corrupción del pensamiento de Aristóteles, a quien Sto. Tomás quiere seguir en la dilucidación de esta cuestión. Había que empezar refutando la corrupción averroísta de Aristóteles, pues la explicación de la función del maestro se va a hacer desde la doctrina aristotélica de que «el maestro es verdadera causa de la ciencia del discípulo, al hacer pasar su entendimiento de la potencia al acto»[13].
Nuestro maestro rechaza esta doctrina averroísta, al mostrar que es una opinión unívoca sobre la causalidad de la ciencia. Sólo Dios sería el maestro, pues él es la causa primera y única de todo conocimiento, al infundir en la inteligencia las especies inteligibles. Se derrumbaría así «el orden del universo, que está constituido por la ordenada interconexión de unas causas con otras». Y es que la bondad de Dios se extiende a dar existencia a las cosas creadas, pero también a prestarles la condición de ser causas derivadas, como se lee en el artículo primero.
La segunda opinión, que procede desde presupuestos totalmente dispares, sería una concepción innatista del entendimiento. La ciencia está latente en la inteligencia desde su creación, pues, antes de su unión con el cuerpo, existía inmersa en el mundo de las ideas, donde está la razón de todo. Tras la unión al cuerpo, lo único que requiere para ser ciencia en acto, es recordar las ideas en virtud de su similitud con el conocimiento sensible. En nuestro caso, la enseñanza magisterial sería el agente activo de la reminiscencia de las ideas y no una causa de las mismas en el discípulo. Esta doctrina se refleja en su adagio: aprender no es más que recordar.
Esta segunda corriente es de rasgos claramente platónicos. Aunque aquí Sto. Tomás no la atribuye a ningún autor concreto, en el lugar paralelo de la Suma de Teología la califica de «opinio platonicorum»[14] y no sin razón, pues el alma posee la ciencia por participación de las formas separadas al unirse al cuerpo humano.
También esta opinión es refutada en nuestra cuestión, en razón de quela enseñanza dejaría de ser una forma de causalidad de la ciencia y se reduciría a ser mera ocasión de que la ciencia, ya presente en la inteligencia del discípulo, se active.
La postura del maestro en esta cuestión es una corrección de las dos teorías refutadas. En virtud de la idea de que en la producción de formas inteligibles cabe una causalidad secundaria e instrumental, puede defenderse la especificidad de la acción docente como una verdadera causalidad de la ciencia del maestro en la ciencia del discípulo, salvando siempre que Dios es autor de la inteligencia del discípulo y quien le infunde el entendimiento posible como facultad del conocimiento. Que Dios sea maestro, no empece que nuestro aprendizaje exija también la ayuda de maestros humanos. Y que Dios sea creador de nuestra inteligencia, no resta nada a la genuina causalidad de los maestros en nuestros conocimientos y ciencias.
La idea directriz de esta tesis está tomada de la doctrina aristotélica del entendimiento en potencia y su tránsito al acto. Previamente a la adquisición de la ciencia por el discípulo, hay una potencia, que son los primeros principios de todo conocimiento, que han sido adquiridos de una manera inmediata y sin necesidad de magisterio alguno. Pero esos tales principios de la ciencia no son ciencia, sino sólo el substrato imprescindible para el conocimiento científico. El hábito científico empieza a existir cuando de esos principios se deducen, con los debidos razonamientos y aplicaciones, unas conclusiones verdaderas sobre cosas conocidas con certeza. Los primeros principios son la potencia activa de la adquisición de la ciencia, en el sentido de que son un principio intrínseco suficiente en sí mismo para pasar al acto. Es lo que sucede con la adquisición de la ciencia, la cual puede cumplirse por el mismo discente, sin ayuda de un agente exterior, cual sucede en lo que nuestro autor denomina invención, o con la ayuda externa de un maestro que guía el proceso de aprendizaje. Sto. Tomás compara la actividad magisterial con la de la medicina en la recuperación de la salud, pues el organismo tiene fuerza en sí para sanar, pero la medicina recetada por el médico es un instrumento eficaz también de la salud, si bien no tendría eficacia alguna si no se contara previamente con la constitución física del enfermo. El discurso racional por el que la inteligencia del maestro concluye a una verdad de la ciencia es el que se transmite, sirviéndose de los signos del lenguaje u otros similares, al discípulo, el cual, guiado por la sabiduría del maestro, genera en su inteligencia un similar discurso científico. El maestro es, pues, causa instrumental de la ciencia que el discípulo produce por su razón natural o, como le llama en otro lugar, «apoyatura externa del aprendizaje, como el médico lo es de la salud»[15]. Esta es la actividad mental de la enseñanza y ésta es la función del maestro. Y es la misma actividad que se cumple en la adquisición de la ciencia, en el conocimiento de fe o de opinión. Ahí reside la dignidad de todo magisterio y, simultáneamente, sus límites. Su actividad queda explicada filosóficamente como una verdadera causalidad instrumental del aprendizaje del discípulo. Sin restar nada al Maestro divino, de quien procede toda verdad, el maestro humano es causa agente de los conocimientos del discípulo. La causa primera tiene la excelencia de causar sín anular la causalidad de las causas segundas, sino más bien generando y promoviendo su causalidad, como concluye su disputa académica Sto. Tomás.
Calificación de la doctrina agustiniana en la intervención académica de Sto. Tomás
El pensamiento de Sto. Tomás queda patente en el desarrollo magisterial de la cuestión propuesta. En ella ha corregido las explicaciones no aceptables sobre la función del docente en el aprendizaje. Pero quedaba la toma de postura frente a la explicación de S. Agustín, que era el origen del problema planteado. La explicación de éste queda recogida en las objeciones, al comienzo del artículo, de las que parece deducirse que el maestro humano no lo es en propiedad. Son 18 objeciones, que están tomadas, directa o indirectamente, del escrito de S. Agustín. Esto demuestra que Sto. Tomás entendía que su explicación no era coincidente con la de Agustín, al menos formalmente. En su respuesta a las objeciones pretenderá mostrar que cabe dar un sentido aceptable y no contradictorio Idas palabras de S. Agustín, pero que eso supone matizar y ampliar el sentido literal de sus palabras.
Las objeciones pueden aglutinarse en torno a varios puntos. El primero el referente a la teoría de los signos. Según S. Agustín, el maestro no hace más que transmitir los signos de las cosas, y éstos, para ser comprendidos, requieren la ciencia previa de su significado, por lo que no cabe afirmar que nuestro aprendizaje de la ciencia sea causado por quien sólo nos propone signos de las cosas. La respuesta a esta explicación procede de que la ciencia no consiste en conocer el significado de los signos, sino en razonar conclusiones a partir de la verdad de los principios. El alumno posee previamente los principios, pero necesita pasar al conocimiento nuevo y distinto de las conclusiones, en cuya labor puede ser ayudado con eficacia por las palabras y razonamientos de un maestro que le conduzca, en sus razonamientos.
La certeza y verdad de la ciencia no puede ser infundida por el maestro, pues excede su capacidad, por lo que no puede adscribirse al magisterio una función creadora de la ciencia en el discente. Pero la explicación de Sto. Tomás procede afirmando que, si bien las «razones seminales» de la ciencia, es decir, los principios del entendimiento, sin los cuales sería imposible la ciencia, vienen de Dios y no del maestro, ellos sólo contienen virtualmente la ciencia y requieren de un agente creado –el maestro, en nuestro caso– que les haga pasar al acto. Y, de modo similar, procede 1a respuesta a la teoría iluminista agustiniana. Si por iluminación divina en tendemos la misma potencialidad de la facultad intelectual o la virtud encerrada en los primeros principios de todo entender, que se adquieren sin ayuda de nadie, es cierto que sólo Dios ilumina nuestra mente y por su iluminación somos capaces de conocer con certeza la verdad. Pero e. conocimiento de la ciencia es algo más que estar capacitado para ella se requiere, además, el proceso racional y progresivo del conocimiento de las conclusiones y aplicaciones de esos primeros principios. Y esta nueva iluminación puede ser coadyuvada y alentada por la función de un maestro.
La potencia activa que posee el espíritu humano para adquirir la ciencia y para interiorizar los signos propuestos por el maestro, no es otra que el entendimiento agente. El es la luz intelectual innata en nuestro espíritu, pero no se identifica con las verdades ciertas sembradas por Dios er nosotros, sino que es una potencia activa para poder formar las especies inteligibles de que consta la verdad y la ciencia. Tampoco el entendimiento agente nos es concedido por el maestro, sino por Dios, pero la actividad del entendimiento agente es impulsada por un agente exterior, que presenta los signos de los que abstrae las especies inteligibles. La función del entendimiento agente, don de Dios, es una verdadera iluminación –así lo llama reiteradamente Sto. Tomás: lumen intellectus agentis[16]–, pero él en sí mismo no es más que una potencia de conocimiento, que requiere ser activada y movida por las especies sensibles que nos vienen de fuera. El entendimiento agente actúa, en efecto, como una luz que produce el conocimiento, mediante un proceso de abstracción de las imágenes sensibles. Sin embargo, tal luz quedaría inoperante mientras no accedan los conocimientos de los sentidos, por los que nos llegan todas las imágenes materiales. Y éste es el momento en que interviene la actividad docente, facilitando y poniendo a disposición de la luz intelectual los instrumentos de todo conocimiento. El entendimiento agente es un reflejo en la mente humana de la luz divina, pero condicionada y limitada a la finitud del ser creado: «el entendimiento agente es una luz recibida de Dios en el alma humana»[17]. Si el entendimiento agente fuera la misma luz divina y el conocer divino, no podría hablarse de conocimiento personal del discípulo. En cambio, la causalidad instrumental del maestro no obsta a que la ciencia aprendida sea propia y personal del discípulo, pues éste la genera en sí mismo, aunque con la ayuda del maestro. Sto. Tomás compara la acción educativa con el arder un objeto, que es acción inmanente a éste, aunque el fuego haya sido producido fuera de él.
Finalmente, el texto de la Escritura donde se lee que «uno solo es vuestro Maestro» es interpretado por Sto. Tomás en sentido afirmativo, pero no exclusivo; se nos presenta allí al primer y máximo de los maestros, pero no al único. Para ello le basta a Sto. Tomás con recoger otros variados textos de la Escritura, donde se nos proponen maestros y doctores humanos, a los que hay que escuchar y de los que debemos aprender. Esto se hace en las autoridades opuestas, citadas en el artículo primero. En consecuencia, se corrige toda la tesis de la obra agustiniana, al concluir que «cuando en el libro De Magistro se prueba que sólo Dios enseña, se expresa que Dios es el único maestro interior, pero no se excluye que existan maestros exteriores»[18]. Con esta doctrina, queda perfilada la postura de Sto. Tomás en nuestro problema. La luz de la inteligencia, que nos hace conocer los primeros principios, es una iluminación causada en nosotros por Dios y un como resplandor de la verdad divina en el entendimiento creado. Dios es, pues, quien principaliter et interius nos enseña. Pero existen también otros maestros humanos, que cumplen la función de causa instrumental y mediata de la ciencia del discípulo.
Con estas matizaciones de gran hondura filosófica acerca del proceso cognoscitivo humano, se salva también, con sumo respeto, la doctrina de S. Agustín acerca de la iluminación de la mente por Dios. Muchos historiadores de las ideas han dudado de que tal interpretación benévola responda al sentido original con que S. Agustín entendió que el conocimiento y la ciencia son causados exclusivamente por la iluminación de nuestra inteligencia por Dios o que las verdades, sobre las que el maestro llama la atención, ya estaban impresas anteriormente en nuestra inteligencia, de las que sólo necesitaba que alguien nos ayudara a rememorar. Nuestra opinión, si cabe adelantarla, es que es difícilmente compatible la teoría platónica del conocimiento, que es la reflejada por S. Agustín en su obra, con la doctrina de la causalidad instrumental y de la potencia activa del entendimiento agente, que es la doctrina de Sto. Tomás. Pero, en todo caso, queda cumplido el propósito de Sto. Tomás en su disputa académica: mostrar que cabe una interpretación aceptable de la letra de S. Agustín, aunque no tenga nada que ver con su intención original, mientras que el pensamiento de Avicena y de los neoplatónicos contemporáneos es inaceptable para un teólogo.
Otras referencias a la misma doctrina en los escritos tomasianos
Sto. Tomás volvió otras veces sobre el mismo argumento de esta cuestión, aunque ello no significara alteración de su pensamiento. El lugar más cercano es la primera parte de la Suma de Teología[19]. Allí el problema se plantea sobre la posibilidad de que alguien cause ciencia en otro. La exposición se encara directamente con la tesis averroísta de la unicidad del entendimiento posible de todos los hombres, lo cual haría imposible que alguien causara ciencia en otro; habría, a lo sumo, un trasvase de la misma ciencia. La otra tesis contemplada y criticada es la de los neoplatónicos, que ya había recogido en nuestra cuestión. En cambio, no se hace referencia explícita a las ideas de S. Agustín, pues parece que, en ese momento y para el objetivo de la obra, era más importante enfrentarse con la doctrina averroísta, que por entonces era objeto de una controversia muy acuciante.
Las diferencias que un estudioso puede encontrar entre ambos textos son marginales, si bien pueden ayudarnos a captar la diversa perspectiva desde la que se redactan los textos. En el De Magistro hay una dependencia más directa de la obra de S. Agustín, al que hay que dar una interpretación correcta. Tal preocupación ya no aparece en la Suma, donde ni siquiera se cita a S. Agustín. En ambos casos, la explicación se hace en clave de la doctrina aristotélica y en oposición a erróneas interpretaciones de los platónicos y de los comentaristas árabes. En cambio, en el Comentario a las Sentencias[20], cercano en el tiempo a las cuestiones De Veritate, la referencia al texto de la obra de S. Agustín se hace notar y lo que allí se enseña es una matización del texto agustiniano, mientras que en las dos Sumas[21] se encara más explícitamente con el pensamiento de Averroes, que era la doctrina más inquietante en aquellas décadas.
La doctrina de Sto. Tomás permanece inalterada en estos dos textos, a pesar de su diverso contexto. Esta doctrina propone que en nuestra adquisición de los conocimientos hay algo que no es objeto de enseñanza. Son los primeros principios de todo conocimiento, que el entendimiento capta instantáneamente y sin proceso intelectual alguno en las primeras percepciones de los sentidos. A éstos los llama el Santo semina scientiarum y primae conceptiones intellectus. Sin ellos no cabe ciencia alguna. Y su autor sólo puede ser Dios, que crea nuestra inteligencia y la ilumina con esas primeras especies intelectuales, que son el fundamento de toda ciencia. Pero la ciencia en sí misma es un paso nuevo, por el cual se aplican esos primeros principios a otras verdades concretas o se deducen las conclusiones ciertas que de ellos derivan. Y este proceso ya es humano, racional y personal. En éste interviene o puede intervenir la instrumentalidad del maestro que desde fuera nos ayuda a producir en nuestra inteligencia esos nuevos conocimientos concretos, que llamamos ciencia, u otros similares. Sto. Tomás explica esa instrumentalidad del maestro en la adquisición de la ciencia con el ejemplo de la curación de las enfermedades. Es la persona enferma la que recupera la salud, pero es compatible la transformación física mediante la ciencia del médico, que externamente nos facilita las medicinas, las cuales activan el proceso de sanación.
También es común a ambos textos la explicación de la adquisición de la ciencia por la inteligencia mediante una doble vía: la de la elaboración autónoma de las proposiciones científicas (la inventio) y la de la mediación de otro que impulsa ese proceso (la disciplina). La exposición de estos dos procesos y de su convergencia y peculiaridades puede calificarse como la teoría pedagógica de Sto. Tomás. En concreto, el concepto, muy pregnante y diferenciado, de lo que llamaban disciplina, como proceso docente ajustado al filo de los procesos de recibir los conocimientos por un aprendizaje exterior. El aprendizaje es, como dice nuestro autor, un arte que imita la naturaleza. Y la misma exigencia se proyecta en lo que llamaríamos la demostración científica, la probabilidad de las opiniones y la refutación de los errores.
Otros problemas abordados en esta disputa académica
La cuestión De Magistro consta de cuatro artículos, de extensión y carácter distintos. El primero recoge la doctrina fundamental y nuclear en la disputa, en la que se explaya abundantemente el maestro parisiense. Los demás artículos completan la investigación sobre temas sobreañadidos, pero ya sin el horizonte impuesto por la obra de S. Agustín. El artículo segundo sirve para completar su pensamiento, pues no es lo mismo el proceso de adquisición de la ciencia por la inventio, que antes ha descrito como una vía real de adquisición de la ciencia, que la docencia magisterial. Quien adquiere la ciencia por su personal esfuerzo y estudio, no puede llamarse maestro de sí mismo.
Los artículos segundo y tercero, sin referencia alguna a la obra de S. Agustín que dio origen a la cuestión, sirven de indicio para conocer otros problemas que acuciaban la mente del joven maestro de teología. Son temas sobre los que volverá en otras obras posteriores y de manera más perfilada, pero ya comprueban una honda preocupación intelectual. En el artículo tercero tenemos esbozada la actividad de los ángeles sobre el entendimiento humano, en cuanto pueden activar las imágenes sensibles de nuestro espíritu con las que formamos nuestras ideas y conocimientos, es decir, pueden tener una causalidad superior a la de un maestro humano, sin que ello signifique restar algo a Dios, a quien debemos la luz de la inteligencia y los primeros principios de nuestra inteligencia, conocidos en virtud de esa luz infundida por Dios. Y el artículo cuarto es el esbozo de una tesis que más tarde deberá defender en la vida universitaria, a saber, que la función docente es una prolongación de la vida contemplativa y que, por tanto, puede ser ejercida válidamente por religiosos, cuya dedicación primaria es la vida contemplativa.
Nuestra edición
La edición leonina de las cuestiones De Veritate ha podido ofrecernos un texto de máxima garantía en esta cuestión, pues es una de las que aparecen en el manuscrito 781 de los fondos latinos de la Biblioteca Vaticana[22], cuyo singular valor fue anunciado por F. Pelster, que sostuvo que era autógrafo y que, posteriormente, los miembros de la edición leonina han garantizado. Conforme a las investigaciones del editor de la edición Leonina, A. Dondaine, el manuscrito es debido a la mano de uno de los secretarios de Sto. Tomás y, por tanto, fuente de suma garantía, que mejorael texto de las grandes ediciones anteriores de las cuestiones disputadas De Veritate[23]. Le hemos añadido, cuando el caso lo requería, notas con explicación de las doctrinas y contextos doctrinales, que quizá no sean de fácil acceso al lector moderno. La traducción procura ser ceñida al texto, pues se trata de un escrito académico y escolástico que apunta más a la precisión que a la belleza literaria.
INTRODUCCIÓN Y NOTAS EXPLICATIVAS DE ANTONIO OSUNA FERNÁNDEZ-LARGO
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[1] Recordamos Il maestro, traduz., introd. di A. Guzzo (Vallechi, Florencia 1928); San Tommaso d’Aquino. II maestro, introd., commento di G. Muzio (Societá Editrice Internazionale, Turín 1930); M. Casotti, S. Tommaso d’Aquino. De magistro (La Scuola, Brescia 51967); y De Magistro. Introduzione, traduzione, commento di Tullio Gregory (A. Armando, Roma 1965).
[2] Translation of the De Magistro by H. MAYER (Bruce, Milwaukee 1929).
[3] Saint Thomas d’Aquin, Quaestiones disputées sur la vérité, quaestion XI: Le Maitre (De Magistro). Introduction, traduction et Notes par Bernadette Jollés (Libraire Philosophique J. Vrin, París 21992).
[4] Thomas von Aquin, Uber den Lehrer. De Magistro. Quaestiones disputatae de veritate, quaestio XI. Summa Theologiae, Pars I, quaestio 117, articulus 1. Herausgegeben, übersetzt und kommentiert von G. Jússen, G. Krieger, J. H. J. Schneider. Mit einer Einleitung Von H. Pauli. Lateinisch-deutsch (Meiner, Hamburgo 1988).
[5] Sto. Tomás de Aquino, De Veritate, q.XI: Del Maestro. Trad. de Mauricio Beuchot (Cuadernos de Filosofía, 13; Ed. Universidad Iberoamericana, México 1990).
[6] Retractationes I cap.12: ML 32,602.
[7] C.1 n.l.
[8] C.11 n.38.
[9] C.14 n.45.
[10] C.12 n.40.
[11] C.14 n.46.
[12] «Haec positio quantum ad originem, parum aut nihil differt a positione Platonis… utrobique enim sequetur quod scientia nostra non causetur a sensibilibus» (Cont. Gen. 2 c.74).
[13] A.1 c.
[14] Cf. Summa 1 q.117 a.l.
[15] De anima a.4 ad 6.
[16] Cf. a.l; a.2 obi.2 y a.3.
[17] De spirit. creat. a.10.
[18] A.1 ad 8.
[19] Summa 1 q.117 a.l.
[20] In Sent. 2 d.9 a.2 ad 4; d.28 a.5 ad 3.
[21] Summa 1 q.117 a.l; Cont. Gen. 2 c.75; cf. también De unit. intellec. c.5.
[22] Ms. Vat. Lat. f.97v-100r.
[23] Cf. A. Dondaine, Secrétaires de Saint Thomas (Roma 1956) 99-145.
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Comments 1
Gracias, por esta mina de textos valiosísimos.